jueves, 25 de diciembre de 2008

LA MÚSICA QUE SALÍA DE LA CASA (CUENTO DE NAVIDAD DE PAULO COELHO)


Como siempre hacía la víspera de Navidad, el rey invitó al primer ministro a dar un paseo por la ciudad. Le gustaba ver cómo adornaban las calles, pero para evitar que sus súbditos se excedieran en los gastos con el objetivo de agasajarlo, solían disfrazarse con ropa de comerciantes que venían de tierras lejanas.
Caminaron por el centro, admirando las guirnaldas de luz, los abetos, las velas encendidas en las entradas de las casas y los puestos de venta de regalos. Todo el mundo, hombres, mujeres y niños, se apresuraban a reunirse con sus familiares para celebrar esa noche en torno a una mesa repleta.
En el camino de regreso pasaron por el barrio más pobre. Allí, el ambiente era completamente distinto: nada de luces, velas, ni el olor apetecible de la comida lista para ser servida en la mesa. No había casi nadie por la calle, y como hacía todos los años, el rey comentó con el ministro que debía prestar más atención a los pobres de su reino. El ministro asintió con la cabeza, convencido de que pronto el asunto sería olvidado de nuevo, enterrado en la burocracia cotidiana, la aprobación de presupuestos y las reuniones con dignatarios extranjeros.
De repente oyeron una música que salía de una de las casas más pobres. La chabola, mal construida, con varias grietas entre las maderas podridas, les permitía ver lo que sucedía en el interior, y comprobaron que la escena que allí se desarrollaba era completamente absurda: un viejo en una silla de ruedas que parecía llorar, una joven completamente calva que bailaba, y un muchacho de mirada triste que tocaba un tamborín y cantaba una canción tradicional.
--Voy a ver qué pasa –dijo el rey, y llamó a la puerta.
El joven dejó de cantar y fue a abrir.
--Somos mercaderes y buscamos un lugar para dormir. Hemos oído la música, hemos visto que todavía estáis levantados y nos gustaría saber si podríamos pasar aquí la noche.
--Pueden quedarse en algún hotel de la ciudad. Desgraciadamente, no podemos ayudarlos; a pesar de la música, en esta casa reina la tristeza y el sufrimiento.
--Por mi culpa –era el viejo de la silla de ruedas el que hablaba--. Durante toda mi vida he intentado darle educación a mi hijo para que aprendiese caligrafía, para que fuese uno de los escribas del palacio. Sin embargo, los años pasaban y no volvieron a ofertarse nuevas plazas. Hasta que anoche tuve un sueño estúpido: un ángel aparecía y me pedía que comprara una copa de plata, ya que el rey iba a venir a visitarme, a beber un poco y a conseguir un empleo para mi hijo.
»La presencia del ángel me pareció tan real que decidí hacer lo que me decía. Como no tenemos dinero, mi nuera fue esta mañana al mercado, vendió su pelo y compramos esa copa de ahí. Ahora intentan levantarme el ánimo, cantando y bailando porque es Navidad, pero es inútil.
El rey vio la copa de plata, pidió que le sirvieran un poco de agua porque tenía sed y, antes de marcharse, le dijo a la familia:
--¡Qué coincidencia! Hoy mismo hemos estado con el primer ministro y nos ha dicho que las plazas se van a ofertar la semana que viene.
El viejo sacudió la cabeza con incredulidad y se despidió de los extranjeros. Pero al día siguiente fue leído un decreto real por todas las calles de la ciudad: buscaban un nuevo escriba para la corte.
El día previsto, la sala de audiencias estaba atestada de gente deseosa de competir por tan ansiado cargo. Cuando el primer ministro entró, les pidió a todos que prepararan sus cuadernos y sus bolígrafos.
--Éste es el tema de la disertación –dijo--: ¿Por qué un anciano llora, una mujer calva baila y un muchacho triste canta?
Un murmullo de asombro recorrió la sala: ¡nadie sabía contar una historia como ésa! Nadie, salvo un joven con ropa humilde, sentado en un rincón de la sala, que sonrió y empezó a escribir.

(Basado en un cuento indio)

viernes, 28 de noviembre de 2008

DESEQUILIBRIO

Triste Saayi está contento. Sus compañeros alegran su viaje.

¿Quién sabe? Quizás se arriesgue a conocer más gente.

Un día hermoso, de tenue sol acaramelado y dulce brisa a la alborada entran en un pueblo. Con las primeras luces todo el mundo sale a sus quehaceres. Las calles despiertan. El ruido de trajín diario conforma un apetecible paisaje.

Caminan por las calles serpenteantes, caóticas, extrañas y, sin embargo, confortables. Aquí y allá se abre una puerta. Triste Saayi vislumbra un patio florido. La brisa empuja los aromas al exterior. Te arrullan. Te convencen. Te atraen al interior.

Triste Saayi se sacude el embrujo con un suspiro. De pronto se detiene. Percibe algo mucho tiempo olvidado.

Se siente en casa.
El Hombre Desesperado marcha pegado a Triste Saayi. No quiere mirar. No quiere sentir.
Siente que está en casa.
El Caminante, ajeno a todo, disfruta del viaje. No sabe como repartir su atención. Nada escapa a su mirada.
Un poco de humanidad, para variar.
Llegan a una plaza. En el centro, una fuente. El agua repiquetea en el vaso que la soporta. El sonido es alentador, hermoso.
Junto a la fuente una niña llora. La plaza está abarrotada. Llena de vida. Llena de gente. Demasiada gente. Sólo el Caminante parece percibir el llanto desconsolado. Se acerca a la niña y toca levemente su hombro.
El oleaje de dos profundos mares le desconcierta.
¿Por qué lloras?
La niña se enjuaga las lágrimas con sus manos embadurnadas.
Mis padres ya no me quieren. Nació mi hermano y ahora le dedican toda su atención. Ya nada importa. Manché mis manos con barro. Perdí mi muñeca favorita. Ensucié el hermoso vestido que me regaló mi abuela, pero mi madre no está aquí para regañarme.
Ahora el Caminante está sorprendido.
No te entiendo, pequeña. ¿Añoras la regañina?
Añora a su madre -interviene Triste Saayi-. No importa para qué. Tan solo quiere la atención que antes recibía.
La niña no se atreve a mirar a Triste Saayi. La verdad a veces deslumbra.
No debes preocuparte, querida -prosigue Triste Saayi-. Tuviste durante un tiempo ese amor que ahora tiene tu hermano. Pronto volverá. Mientras te falte la atención de tu madre no tendrás equilibrio. Cuando regrese, todo volverá a su lugar.
La niña alza la mirada tímidamente. Ahora fija su atención en el rostro impenetrable de Triste Saayi.
¿Está seguro?
La vida es una búsqueda del equilibrio. Cuando nos falta estamos perdidos, huérfanos. Como esta niña. Como tú que me estás leyendo. Como yo. Mas te aseguro que, tarde o temprano, el desequilibro desaparecerá y la felicidad llenará tu vida.
¿De verdad? -pregunta el Hombre Desesperado.
De verdad, no.
Todos quedan quietos. nadie se mueve en la plaza. El mismo aire parece pesar sobre las cabezas de los que allí se hallan. Ninguna mirada se despega de los intemporales ojos de Triste Saayi. La niña abre la boca inconscientemente.
A veces -continúa Triste Saayi- ocurre que no se puede tenerlo todo.
La actividad es retomada al unísiono por todos. Algo ha cambiado. La voz de Triste Saayi, como un suspiro, recorre la plaza. Nadie se atreve a levantar la vista de su labor.
La verdad siempre duele.

ESPERAR

La noche me aturde -se lamenta Triste Saayi.
Preciso la soledad pero no soporto estar solo.
¿Alguien puede entenderlo?
El Hombre Desesperado se remueve inquieto en su áspero lecho.
Duerme intranquilo.
Triste Saayi le dedica un instante de su tiempo. Aún alberga mucho dolor. El Caminante, sin embargo, ha encontrado paz en el camino.
Alza la mirada. El cielo está en lucha. La luna muerta atemoriza a las estrellas. Un velo gris oculta su brillo. Triste Saayi sabe que su momento está por llegar. Nunca fue un cobarde. No lo rehuirá. Mas ahora empieza a encontrar un sentido al caminar.
Hombre Triste, nunca descansas.
El Hombre Desesperado mira desde el suelo a los inciertos ojos de Triste Saayi. No sabe interpretar lo que hay allí.
No está en mi naturaleza el descansar, amigo. Tan solo esperar me está permitido.
Igual que todos, Hombre Triste.
¿Qué...?
Esa es nuestra pena y nuestra alegría. Esperamos. Nada más sabemos hacer. Algunos son felices en el trance. Otros, para su desgracia, sufren en la espera.
¿Y qué crees que espero yo?
Nada. Todo. ¿Quién sabe? Esperas y caminas. Caminas y esperas. Caminas. Esperas... Caminas.
Y tú, ¿qué esperas?
El Hombre Desesperado sopesa la respuesta durante un suspiro. Sonríe finalmente como un niño que encontrado el fallo de la lógica de su maestro.
Hace unos días habría jurado que nada. Hoy, sorprendentemente, creo que te esperaba a ti. Esperaba tu llegada. Esperaba tu presencia. Esperaba tu espera. Caminaré contigo hasta que sepa por qué esperas. Tu espera hizo que naciera en mi interior el anhelo de una espera.
Triste Saayi asiente. Sonríe levemente. Se levanta y estira nervioso las piernas.
A veces las esperas encierrán mucho más que el tiempo perdido.

martes, 25 de noviembre de 2008

La amistad

Triste Saayi camina sin descanso. Dos amigos le acompañan. Mira a uno y otro lado.
¿Amigos?
¿Qué es la amistad? ¿Existe de verdad?
El Caminante pasea su renovada sonrisa por el camino. A su derecha transita el Hombre Desesperado. Al parecer, la sonrisa del Caminante es contagiosa.
Charlan, andan, sonríen. Andan, sonríen, charlan. Sonríen...
Triste Saayi asiente una vez más.
La amistad es compartir.

sábado, 8 de noviembre de 2008

EL HOMBRE DESESPERADO

Triste Saayi sigue caminando.

La senda es dura e incierta.

Algo ha cambiado. Ya no camina solo. Tras él transita un Caminante. Su cabello blanco y mirada limpia le acompañanan.

Suben una escarpada colina. Atraviesan un retamar. La fragancia de las estepas es embriagadora. La primavera. Al coronar la colina el sol les recibe. Les abraza. Les reconforta.

Allí hay alguien.

Un hombre de cabello entrecano descansa sobre el pedregoso suelo. Sus laxos brazos y su mirada caída les auguran una desgracia pasada.

Triste Saayi se detiene. Mira por encima de su hombro. El Caminante comprende. Da un paso adelante. Se aproxima al hombre. Pone su mano sobre su hombro. Le regala su pura sonrisa.

No logra aliviar su pena.

Se gira y mira a los insondables ojos de Triste Saayi.

Es un hombre desesperado, le dice. Triste Saayi asiente. Se acerca. Con su mano derecha levanta el rostro del hombre desesperado hasta que sus ojos se encuentran.

Dejadme con mi pena, por favor. No hay esperanza para este dolor.

La esperanza es caprichosa, amigo.

Triste Saayi mira al Caminante. Ya ha olvidado su pasado. Su vacío se está llenando.

Si nos cuentas que te ocurre -prosigue el Caminante- quizás encontremos alguna solución.

El Hombre Desesperado se levanta. Vuelve el rostro hacia el sol. Respira profundamente y devuelve su mirada hacia los dos hombres.

Mi hija fue asesinada. La perdí por culpa de un hombre funesto, un pozo de odio, miseria y maldad. Acabó con el sol de mi vida, mi esperanza, mi razón de ser. Todo lo di por mi hija. Ahora nada me queda.

¿El asesino no recibió castigo?

El Hombre Desesperado mira fijamente al Caminante.

¿Me consideras estúpido? Pedí justicia. La ley debe cumplirse. La ley es nuestra defensa contra el mal.

La ley no te protegió, ¿verdad?

El Hombre Desesperado dedica media sonrisa a Triste Saayi.

El asesino utilizó la ley en su propio beneficio. Se libró del castigo. ¿Por qué la ley lo permite? Por eso estoy aquí. Ya no creo en la ley. Ya no creo en los hombres. Solo espero mi fin. Dejadme encontrarlo.

El Caminante se levanta. Vuelve al camino. Triste Saayi se mantiene en su sitio. Extiende la mano hacia el Hombre Desesperado. Por primera vez en mucho tiempo sonríe.

Levanta, amigo. Camina con nosotros. El camino te enseñará. Te llevará allá donde tú quieras.

Pero no quiero moverme. Ningún sitio me reconfortará.

El camino lo hará -prosigue Triste Saayi-. Estoy convencido. La ley sólo es palabra. Los hombres sólo son caminantes. La justicia sólo es una ilusión. Ven, amigo, y camina.

¿Por qué? ¿Qué hallaré?

¿Quién sabe? -responde el Caminante-. Algo encontrarás. No lo dudes.

No sé-duda el Hombre Desesperado-. Nunca hallaré justicia. Nunca hallaré la paz.

Camina, amigo. Es el único consejo que puedo darte. Yo lo hago y me reconforta.

¿Cómo?

No lo sé. Quizás todo se deba a que, como tú, no tengo esperanza de encontrar y, sin embargo, sigo buscando.

Triste Saayi y el Caminante retoman su incierto viaje. A poca distancia les sigue el Hombre Desesperado.

¿Encontrará lo que busca?

Al menos ha encontrado salida a su desesperación.

Al menos ya camina.

Triste Saayi no mira hacia atrás. Sigue caminando, aunque una sonrisa le delata.

martes, 4 de noviembre de 2008

EL CAMINANTE

Triste Saayi camina sin descanso. Un paso, otro, otro... La vereda nunca termina. Los árboles jalonan su cadencioso movimiento. Sube colinas, cruza ríos, rodea poblaciones...
Nada termina, amigo. Todo es caminar.
Durante semanas transita sin hablar, sin pensar. Nada termina, nada termina...
Un día, mientras recorre un hermoso paseo a través de un sombrío hayedo, ve algo extraño. Es tan sorprendente que olvida su caminar y se detiene.
Allí al fondo, sentado sobre el resto de lo que una vez fue orgullosa encina, un hombre descansa. Tiene el cabello blanco. La limpia mirada de los que nada dejan atrás y nada esperan encontrar. Sus claros ojos están fijos en Triste Saayi. Su mano derecha reposa sobre la rodilla. Su mano izquierda palmea rítmicamente contra su muslo. Cuando Triste Saayi llega hasta él, detiene la música.
¿Adónde vas, caminante? pregunta a Triste Saayi regalándole una melancólica sonrisa.
Triste Saayi no responde. Gira sobre sus talones y observa el lugar en que aquel hombre está sentado.
Un hermoso paraje donde el tiempo parece detenerse. Los pájaros repiten una y otra vez su melodía. Las hojas de las hayas, acunadas por la suave brisa, sirven de acompañamiento.
¿Por qué descansas aquí, amigo? ¿Qué tiene de especial?
El hombre se levanta un instante. Inspecciona el lugar con cara de sorpresa, como si fuera la primera vez.
¿Qué importa un lugar u otro? Hace tiempo perdí a mi amigo. Toda la vida la compartí con él. Cuando él se fue mi corazón se cerró. Ya nada me importa. Estoy vacío porque mi amigo se fue. Se llevó todo lo que había aquí dentro -se señala el pecho- y nada es lo que atesoro. ¿Tú que haces, caminante?
Triste Saayi mira aquellos ojos. Están llorosos. ¿Hay algo más triste que perder al ser amado?
Sí, dice Triste Saayi.
¿Sí...? No te entiendo, caminante.
Crees que estás vacío, amigo, pero no es así. Tan solo esperas.
El hombre del cabello blanco se levanta sorprendido.
¿Tú sabes qué espero?
Me esperas a mí, amigo. Al caminante. El camino lo es todo. Siempre hacia adelante. Siempre más allá. Un paso. Luego otro. Una ciudad, un bosque, un río... ¿Quién sabe? Quizás mañana llenes tu vacío. El camino te lo da todo y todo te lo quita. Lo único que importa es estar en la senda.
El hombre da dos pasos y se acerca a Triste Saayi.
¿Quién eres, caminante? ¿Ayudas a la gente? ¿Eres un profeta? ¿Un enviado?
Triste Saayi no responde. Da un paso. Luego, otro. El hombre se anima. Le imita. Ya está en la carretera. Se adelanta y mira a los ojos de Triste Saayi.
Por favor -le ruega sinceramente-, necesito saberlo.
Nada soy, amigo. Yo sólo camino.

jueves, 30 de octubre de 2008

TRISTE SAAYI

Triste Saayi permanece indeciso. Una misión le ha sido encomendada. Una enorme responsabilidad que afrontar solo.

¿Qué hacer?

Camina por el puerto abarrotado. Cientos de personas compran, venden, trapichean... Triste Saayi nada ve.

No hay mayor soledad que la provocada por el miedo.

Triste Saayi se detiene. Alza la vista. Sólo ve muertos. Caminan pero no viven. Apenas respiran.

Algo le llama la atención. Al final del malecón un hombre se detiene. Da dos pasos y vuelve a pararse. Adorna la cadencia con un movimiento de sus brazos. Triste Saayi sonríe sorprendido.

Nunca eres el más extraño.

Sin embargo, aquel desquiciado hace algo más. No sólo mueve los brazos. También aprovecha el movimiento para lanzar algo.

Triste Saayi se acerca. Observa detenidamente. El orate saca comida de su boca y la tira. Dos pasos. Comida fuera.

Comparte todo lo que tiene, le dice una pequeña que juega con un gato negro.

Triste Saayi sonríe de nuevo. No es invisible.

Solo tiene pan...

Eso es mucho, pequeña.

¡Cielos, Triste Saayi! También puedes hablar.

Compartir es importante. Aligera el peso. Libera las penas. Ayuda a llegar al final.

Triste Saayi es un poco feliz. Hoy a visto un ápice de luz en el negro camino.

martes, 28 de octubre de 2008

Las cabezas del Patio de Los Leones

Colgadas del techo, sobre el pequeño estanque de agua bermellón. Como terribles badajos carnosos. Igual que extraños frutos preñados de odio y resentimiento.

Perdida la mirada en las yeserías, el sultán trata de no percibir aquel funesto olor.

Habéis tomado la decisión correcta, mi señor.

Impasible, el sultán no desvía la vista. ¿Qué razones pueden conducir a tamaño despropósito? Muchos de aquellos hombres habían sido amigos suyos.

Razones de estado, mi señor.

El sultán se incorpora. Mira fijamente al consejero.

¿Qué es la razón de estado? ¿De verdad hay algo más importante que la vida? ¿Cuándo dejamos de ser hombres para convertirnos en asesinos?

El sultán suspira y abandona la hermosa sala, oculta su belleza por el horror que alberga.

Los mocárabes están ocultos. Las yeserías, eclipsadas. El zócalo, atrapado bajo la sombra.

¡Qué triste cuando lo hermoso desaparace de nuestra vista!
¡Qué ceguera más miserable!

lunes, 27 de octubre de 2008

La Canción de las Hachas

Martos mira asombrado el filo de sus hachas.
¿Nunca me abandonaréis, amigas?
Siempre estaréis junto a mí. ¿Quién si no velará por vosotras?
¿Quién os protegerá del frío?
Las hachas tiemblan ruborizadas. Sus filos azulean al tacto viril del almogávar. A cada paso de la piedra las hachas se estremecen. Cualquiera diría que ronronean.
¿Os acordáis de aquellos almohades? ¡Qué duros eran sus cascos! Ahora que lo pienso, ningún casco es mas duro que los templados en el sur. ¿Acaso será el sol? ¿El agua cristalina e impóluta, cálida y sensual, de los ríos de Al-Andalus?
Una de las hachas vibra más que la otra.
Martos sonríe.Sí, ya me acuerdo. Fuiste tú quién destruyó aquel yelmo. ¡Qué valiente eres! Si fueras mujer te llamarías... ¿Por qué no? No hay otra igual en el mundo.
Sus ojos fieros son tan negros como su voluntad. Su blanca piel es como tu puro filo.
Da miedo solo de tocarlo.
Martos coge las dos hachas y las coloca en su cinto. Bajo su jubón. Se levanta y camina por la cubierta del Bucéfalo. A cada paso que da las hachas golpean su cinto metálico.
Martos sonríe.
Es la bella y terrible canción de las hachas.
Como sus ojos.
Como su voz.
Su sonido es puro y aterrador.
¡Pobre de aquel que las desafíe!

LA DECISIÓN DE OONA

Sentada junto al timón, la hermosa genovesa pierde el tiempo.

Mira el horizonte. Escruta las brumas. Aparta divertida los mechones de cabello que juguetean con su nariz.

¿Qué hacer? ¿Cómo cambiar mi vida?

La jarana en la cubierta la obligan a perder su objetivo. Martos está bromeando con los compañeros. Levanta la mirada. Un instante. Sus ojos se encuentran.

Oona devuelve su mirada al inagotable océano.

Nadie puede ayudarla.

Su vida, su familia... Todo quedó atrás.

Todo queda atrás. Si uno quiere... Si uno quiere de veras. ¿Qué es la familia? ¿Qué son los amigos?

Un ruido la sobresalta. Uno de los marineros del Bucéfalo arroja un balde por la borda.

Oona vuelve a pensar en los ojos del navarro mientras más baldes vomitan sobre el mar.

Curiosa metáfora, ¿verdad, amigo?

domingo, 26 de octubre de 2008

Triste Saayi

Comienza el viaje.
No tengas miedo. Un pie. Después el otro.
La mirada, primero perdida. Ya te mueves. Nada importa. Ahora el otro pie.
¿Ves que fácil?
Levanta orgulloso el mentón. Desafiante.
Tú eres.
¿Qué os creíais?
Tú puedes.
¿Quién si no me haría viajar? ¿Quién sería mi capitán?
Venga, amigo. Ábrelo. Libéralos.
Déjales vivir.

La Espada de Martos

Está triste. Nadie la usa. Su filo ya no seduce. Su hoja ya no reluce. Martos no presta atención. La espada ya no es importante. Todos saben que la pluma es mucho más fuerte. Bretrand no se cansa de decirlo. Martos parece hacerle caso. Junto a la punta... ¡Horror! Hay una muesca.
No puede ser. ¿Por qué?
Está mellada.
Ya nadie la querrá. ¿Para qué sirve una espada mellada? ¿Me oyes, cretino insuflado de complacencia estéril? ¿Para qué?
Saayi sonríe. Tiene debilidad por estas cosas. Goivanni observa desde su posición elevada. Conoce esa debilidad. Con delicadeza, Saayi saca la espada de su vaina. La frota contra el metal de la guarda. Vuelve a sonreír.
La canción es limpia y pura. Alza la mirada. Sus ojos se encuentran con Bertrand.
¿Qué importa el aspecto? ¿Qué importan las heridas?
Dos pasos y ya está junto al canciller.
Esta pluma apuntalará la razón que siempre llevas.
Brertrand levanta la espada. El aire hace resonar la hoja.
En la punta está mellada.
Como yo.
Dedica una sonrisa complacida a su nueva compañera.
Al guardarla, la espada vibra de felicidad. Siempre hay un compañero por quien luchar. Por quien morir. Por quien vivir.
Triste Saayi, ha vuelto a hacer feliz a alguien.

sábado, 25 de octubre de 2008

TRISTE SAAYI


Triste Saayi, mira absorto pero nada ve. Demasiadas páginas caen sobre su pensamiento. No tiene fuerzas. Quiere, de verdad. Demasiadas páginas. Tantos años vagando por el mundo. Tantas vidas consumidas. ¿Para qué? ¿Nadie quiere saber? ¿Tan poco interesa la experiencia? ¡Pero si él lo vio todo! ¿Tan lamentables somos? ¿Tan superficiales? Siglos de existencia recorriendo el mundo conocido. Ciudades, reinos, pueblos... Nada parece importar. Sólo miramos los que ponen frente a nuestras narices. Pasamos frente a él y nada hacemos. Su rojo rostro no llama la atención. Un día Saayi se rebela. Empuja con todas sus fuerzas. Nada consigue. Se gira y grita a sus amigos:

¡Martos, aquí! ¡Giovanni, por tu juramento ancestral!

El almogávar, fiel a sus principios, arrima el hombro. El noble italiano, orgulloso, tirante, pendenciero, duda al principio mas, en un instante, caen sus prejuicios y ayuda a sus compañeros.
Nada. No se mueve.

Oona, delicada y sutil, de espaldas, mira ligeramente por encima de su hombro la escena. Sonríe.

¿Dónde esta el orgullo de Francia? ¿Y el de Aragón?

Bertrand chasquea la lengua. No se molesta en contestar. ¿Cuando descubrirán que hay más fuerza en la mente de un niño que en todos los brazos del mundo? Louis d'Albi menea la cabeza disgustado. ¡Malditos refinamientos! Corre y, con la fuerza de un titán, se suma a los amigos.

Triste Saayi grita emocionado. ¡Se mueve! ¡Al fin!

¡Puedo ver una luz! Alborozado se regocija Conon de Béthune.

Las páginas se mueven. Es cierto. La cubierta se arquea levemente. Un sonido embriagador escapa de los renglones impresos.

A nadie parece importarle.

¿Seguro?

Alguien mira sorprendido aquel libro. Está en el estante inferior. Tiene algo de polvo. Se dirige lentamente hasta allí. Coge con su mano derecha el ejemplar. Pasa suavemente la palma de su mano izquierda por la portada. Tuerce un poco la boca. No le gusta demasiado ese rojo estridente. Abre el libro y observa la primera página.

La canción de Saayi.

Respira profundamente y cierra el libro. Levanta la vista. ¿Por qué no? Belén da la vuelta y camina hacia Herminio, el librero. El libro en la mano. Lo coloca sobre el mostrador. Herminio conoce la historia. Sonrie feliz. Guiña el ojo a la portada.

Los gritos de los personajes son imperceptibles pero no me cabe duda de que existen. Y esta vez son de felicidad. Van a vivir. Van a viajar otra vez. Belén será su compañera.

Quizás hoy lleguen hasta el final.