domingo, 25 de septiembre de 2011

Un día con Paul Preston

"El jueves que viene me echan de la Universidad", me decía el Profesor Preston mientras caminábamos desde el hotel Roma al restaurante Zaca. "No puedo creer que tu universidad prescinda de un hombre de tu prestigio", fue mi sincera y sorprendida contestación. "Ya, te lo agradezco, pero se da el caso de que en mi universidad todos los profesores tienen ese prestigio del que hablas. Incluso hay dos premios Nobel en economía", replicó el Preston con media sonrisa resignada. "Pues deberían echarlos a ellos, que no han dado una en los últimos años", puntualizó el profesor Ángel Herrerín, y la sonrisa ampliada desdibujó el rictus de dolo que acompañaba a Paul Preston desde que le recogimos en el hotel San Facundo de Segovia.


A las diez de la mañana hablaba con Ángel Herrerín preparando la participación de Preston en el Simposio que organiza y dirige el CIGCE y me lo confesó: "Hoy me he levantado con el pie izquierdo". Dicho y hecho. Llegamos a recoger a Preston a su hotel segoviano y, tras quince minutos de espera, aparece un tanto desencajado. Nos saluda con su estricta educación. "Estoy fatal. No me encuentro nada bien de salud".


Horror.


Como director del Simposio, una reacción: "Tierra, trágame". Como historiador: "Maldita sea mi suerte". Como presidente del CIGCE: "Hoy nos linchan".


Desde ese momento, todo se precipita. Paul cada vez en peor estado, dolorido y muy fatigado. La Granja llena de asistentes a la conferencia. Los políticos, que en estos casos parece que se vuelven locos, dando problemas constantes. Los medios de comunicación... Las instituciones participantes... Los colaboradores...


Conseguimos que el profesor Preston llegara a la comida, pero su estado no le permitió degustar el menú diseñado por Zaca. Creo que ese fue mi momento favorito: el eufemismo de Zaca. Y es que me gusta la poesía: cazuelita de judiones de La Granja.


Más bien perol de judiones. Que Ángel Herrerín y un servidor no pudimos con ello. Y el atún rojo. Y el sorbete de mojito.


Hube de acompañar al Maestro Preston para que reposara antes de la conferencia. A ver si se recuperaba un poco. Durante esas horas de espera, pensando el esfuerzo organizativo y económico al que se había sometido la Asociación CIGCE, pensé en la trivialidad de las cosas: un año largo de gestiones y programación entre el profesor Preston, sus circunstancias familiares, la London School of Economics, el Hay Festival Segovia, el CIGCE, el Patrimonio Nacional... Y todo podía ir al traste en cuestión de minutos.


"No te preocupes, Edu", me dijo mi querido amigo Quique Gallego, "confía en la pofesionalidad de Paul Preston". Creo que fue entonces cuando me tranquilicé. Además de un gran historiador y profesor, Paul Preston es inglés.


La profesionalidad ante todo.


Me senté en la terraza del bar El Rey de Copas y bebí tranquilamente una botellita de agua. Seguro que lo conseguíamos. Los nervios me abandonaron. Ya no me preocupó la cara pálida de Ángel Herrerín cuando fuimos a buscar a Preston al hotel Roma y no contestaba al teléfono. Ni cuando bajó éste, sudoroso y alterado. Sonreí ante los aplausos de los más de trescientos asistentes a la Casa de las Flores mientras nos aproximábamos al estrado. Me olvidé de los problemas y las luchas de las chicas del CIGCE para lograr fotografiar al Maestro en la conferencia por las restricciones de divulgación de Patrimonio. No me extrañó que el sonido fuera penoso y que en la parte de atrás de la sala se oyera fatal la entrecortada voz del hispanista. Tampoco me preocupó que la teniente de alcalde que sustituía a José Luis Vázquez dijera allí delante de todos los que llevábamos más de un año luchando por traer a Preston que había sido el ayuntamiento quien había "auspiciado y propiciado" aquel acto.


Sonréí y concentré mi mirada en el público que se esforzaba por seguir la conferencia de Paul. La conclusión era clara: hablar sobre Franco en el Palacio de La Granja... El mal fario concentrado.


"Es la primera vez que se habla sobre Franco en una conferencia en este palacio, Paul... Y seguro que la última", confesé al Maestro de Liverpool. Sonrisa y asentimiento como respuesta.


Al final, terminada la conferencia y el breve pero intenso turno de preguntas, me quedé con una imagen. Un fila enorme de asistentes entregándole libros para firmar, agradecimientos y muestras de admiración.


"Sólo quiero agradecerle sus libros", le dijo una señora. "Gracias a ellos he conocido el pasado de mi país". El Maestro Preston se levantó y le dio dos besos.


A pesar de los problemas, de las deficiencias, del sonido, de la enfermedad, de los constantes ninguneos, de la poca vergüenza de algunos, todo el mundo agradeció la presencia de Paul Preston en La Granja.


Y yo agradecí la presencia de todos ellos. Y de todo lo que ocurrió en ese día maldito, maravilloso. Al fin y al cabo, habíamos cumplido con nuestra promesa: EL CIGCE HABÍA TRAÍDO A PAUL PRESTON A LA GRANJA.


"Siento haberos dado el dia", nos dijo el Maestro Preston a Juan Bellette, Ángel Herrerín y a un servidor en el hall del hotel San Facundo. "Ya sabes cómo se soluciona ésto", le contesté. "Al año que viene, vuelves". "A ver si es verdad", nos dijo. Sonrió y se fue.


Así sea, Maestro Preston.

sábado, 24 de septiembre de 2011

En el Fin del Mundo































Renovados por nuestro merecido descanso en Lires, iniciamos la última etapa de nuestra aventura. A través de los campos, perseguidos por el maravilloso olor estiercol fresco, fuimos recorriendo pequeñas parroquias, casi siempre cuesta arriba: de Canosa a Padrís; de Padrís a Castreixe.


Saliendo de éste último nos regaló el camino la última de las cuestas espantosas. Interminable, continua. El Sr. Bellette y un servidor, cansados de bufar nos detuvimos para que un buen trago de agua fresca nos repusiera. Allí arríba, sobre la colina, la vista era increible. El mar rompía sobre los farallones que abrían la ensenada de la pequeña playa del Rostro. La espuma acariciaba las rocas y, aunque no nos llegaba, hacía que el nuestra mente imaginara ese frescor. Con eso bastaba. Media vuelta y al camino.


Más allá de Rial rompimos otra pendiente y salimos del bosque. Allí al final del camino se abría el cabo de Finisterre. Una mirada complice y a apretar el camino.


Ya podía sentir el olor del mar y el final de camino en mi pies. En esos últimos pasos tuvimos varios encuentros y rencuentros. Dos paisanos que habíamos encontrado dos días antes y compartido diez minutos de zumo de naranja nos agasajaron con un buen consejo. "Allí arriba, tras la loma, hay un melocotonero alucinante", nos dijo el mayor de los dos. Un saludo, chocar de manos y a seguir el camino. Con la boca hecha agua nos acercamos al melocotonero. Sí que resultó ser imponente, como los dos perros que tenía aquel paisano que descansaba junto al arbol.


Saliendo del bosque, a escasos cuatro kilómetros de Finisterre dimos con una pareja de segovianos de Cerezo de Arriba. "Espero que no haya muchas cuestas hasta Muxia". Una sonrisa y un hasta luego, que buen camino os espera. Cuesta arriba y cuesta abajo.


La charla con el segoviano fue muy divertida. Tanto, que perdimos el camino. Por primera vez. Bueno, en realidad, lo habíamos perdido durante cincuenta metros en A Pena, días antes, porque un cretino había pintado una flecha en dirección equivocada. Lo cierto es que aquella flecha era naranja, pero ya habiamos visto flechas de multitud de colores: amarillas, rojas, blancas... No nos extraño. Gracias a aquel abuelo que nos encaminó. Esta vez fue distinto. Lo perdimos de verdad. La suerte fue que teniamos Finisterre a la vista. Tras un pequeño rodeo de un kilómetro volvimos al redil. Nos encontrábamos en las afuera de San Martiño de Duio. Allí vimos nuestro anteúltimo cruceiro y una concurrida misa en la iglesia de San Martiño, con el mar al fondo y el cementerio de proscenium. Los cánticos de los fieles nos empujaron cuesta abajo hacia las calles de Finisterre.


Ahora sí que íbamos rápido. Bordeando la hermosa playa de Langosteira nos detuvimos en el cruceiro de Finisterre. El último. De allí al albergue. Cerrado hasta las 13:00. Pues a la terraza del Galeón. Un par de vinos con boquerones en vinagre mirando al puerto, viendo como los barcos se balanceaban atracados. A las 13:00 en punto, al albergue. Una cola de peregrinos sudorosos y felices. Es la mejor de todas las colas. Todos encantados de llegar. Me recordó al día de la Compostela. Allí estaba la italiana. Y nuestro amigo Frédèric.


Al fin llegamos al mostrador. "Eduardo Juárez, enhorabuena, has terminado el Camino". "Juan José Bellette, enhorabuena, has terminado el Camino".


¿Qué decir? La gloria, por fin. De allí nos fuimos al restaurante Fin do Camiño. A por la parrillada de pescados. A por las navajas. Y a por los percebes benditos de Dios.


"Al año que viene, señorito Juárez, de Hendaya hasta Bilbao y que nos proteja el Santo".


Amén Sr. Bellette, amén.

lunes, 19 de septiembre de 2011

En el paraiso de Lires









Igual que subimos el monte Facho lo bajamos. Azotados por la lluvia. Ora de frente, ora de espaldas. Ora en todo el careto. Ora en el costillar...






"Hasta que no llegemos a Lires, no para, que te lo digo yo". Y es que el Sr. Bellette, cuando tiene razón es que tiene razón.



Caminamos un tanto despreocupados, a pesar de la lluvia, después del ataque de risa de la cima del monte. Aún tardamos en llegar a nuestro destino, Lires, al menos una hora y un poco. En nuestra mente sólo era un nombre. Bueno, miento. En realidad era un deseo de ducha caliente y ropa seca. Y zapatos secos. Y calcetines secos. Y calzoncillos secos.



Entramos en Lires por el camino del viejo puente de las piedras pasaderas, ahora renovado por un puente moderno construido con dinero del inservible plan E. Al menos aquí, aunque no solucionó el problema del paro, sí sirvió para que los peregrinos no se mojaran los pies al cruzar el río.



Nuestro primer objetivo fue el hostal As Eiras, cuyos carteles llevábamos viendo y anhelando desde hacía más de dos horas. Como el día había sido de penitencia, no tenían habitaciones libres. Claro, que el chico de la barra se apiadó de dos bacalaos mojados y nos mandó a una casa rural llamada Casa Lourido.



Fue entonces que sentí que cambiaba la suerte. Bajamos hasta el cruceiro y seguimos un poco más hasta llegar a la preciosa casita Lourido. Blanca y grande, con un verde jardín y un porche estupendo. Entramos con nuestras mochilas y esos miles de litros de agua pegados al cuerpo. Nos recibió la encantadora Sra. Lucía que rápidamente nos llevó a nuestra habitación, la nº 14. Cogió la ropa mojada y la llevó a secar. Mientras, el Sr. Bellette después y un servidor antes, nos quitamos el agua, el cansancio y la mala suerte en la pequeña, cálida y grata ducha de la Casa Lourido.



Mientras el Sr. Bellette se duchaba miré por la ventana. Ya no llovía.



La madre de la Sra. Lucía, Doña María, nos recibió en el salón y recomendó ir hasta la playa. "Un kilómetro nada más", nos dijo. La hicimos caso. Y fue como revivir. El mar inmenso de Lires nos agasajó con un atardecer maravilloso, viendo como la ría ganaba terreno a la marea en retirada. Y todo lo hicimos desde la terraza del bar Playa. En Lires. En el Paraiso de Lires. Comiendo unos mejillones asombrosos. Y un pulpo sin igual. Y los pimientos de rigor. Y el Viña Costeira de mi corazón.



Volvimos de noche a la Casa Lourido. Volvimos para dormir. Que no se duerme mejor que cuando uno se lo ha ganado. Y uno se lo gana yendo primero del infierno al purgatorio. Y del purgatorio a la Casa Lourido en Lires. Al bar Playa. A la enorme playa de Nemiña. Al paraiso. En la Costa da Morte. En Galicia. En España.

¿Por qué seguimos?













Caminando desde O Reino hasta Lalín me lo había preguntado. Y no se trataba de retórica. ¿Por qué seguíamos caminando? La dureza del camino, la lluvia inmisericorde, el cansancio pertinaz... Pensé que no volvería a verme en situación parecida.


Empapados en Muxía, degustamos unos callos con garbanzos acompañados de nuestro acostumbrado Viña Costeira. Y cuando digo empapados quiero decir que el agua recorría todo nuestro cuerpo. No hay más que ver al Sr. Bellette y su aguada camiseta. Un hilo de esperanza nos llenó mientras comíamos en el restaurante O Prestige (¡Ojo con el nombrecito!).


Aquel día, que había empezado estupendamente, se torció al salir de Os Muiños y empaparnos. Desde las once de la mañana me sentí mojado y no abandoné la sensación. Subimos hasta la espectacular punta da Barca, donde se encuentra la iglesia de la Virxen da Barca, la patrona de los marineros, custodiada por las enormes piedras sagradas, veneradas desde tiempos de los celtas, allá por el siglo VI antes de Cristo: de la pedra d'Abalar a la de Cadrís, pasando por la dos Namorados o del Timón. Apenas pudimos apreciarlas del aguacero que nos caía sin pausa.


Calados hasta los huesos fuimos a comer al restaurante O Coral pero la simpática encargada nos dijo que estaba lleno el comedor. Miré furtivamente y comprobé que nadie se hallaba allí sentado. "Es que está todo reservado" me contestó. "Tú te lo pierdes, cretina". El Sr. Bellette con media sonrisa salió primero hacia el chubasco y nos dirigimos al O Prestige. Arroz con marisco y pimientos de Padrón.


Como decía, dejó un momento de llover, justo con los postres, de modo que aprovechamos y echamos a andar ladera arriba, hasta la Ferida, monumento a la insensatez de aquel ministro detestable que permitió la catastrofe del Prestige en la maravillosa Costa da Morte. Como si ese politicucho hubiera percibido mi pensamiento y su furor se transformase en tormenta, al doblar el monumento, la lluvia volvió.


Y furiosa.


No nos abandonó en tres horas de camino. El Sr. Bellette se agachaba para que el chaparrón no le lavara la cara. Yo empecé a reirme a ratos. Otras veces juraba en arameo. La misma sensación que tener el telefonillo de la ducha en pleno rostro. Así dejamos Muxía, azuzados por la lluvia. Y ojito con el camino. Hacia arriba sin parar. Dejar la playita de Muxía y empezar a subir el monte Facho de Lourido. Trescientos diez metros de ascenso vertical jarreando sin parar.


Fue en ese momento que me acordé de la travesía hasta Lalín. ¿Qué hacíamos allí? Nunca había estado tan mojado, ni siquiera bajo la ducha, lo puedo jurar. Y el camino no paraba de empinarse. Además, seguros de caminar junto al mar, ni siquiera lo sentíamos cubiertos como estábamos por la niebla.


Coronamos con una paliza de aquí te espero. Fue entonces cuando lo vimos. Otro peregrino venía en dirección contraria. Caminaba con chanclas de piscina y calcetines blancos más mojados que un bacalao del Cantábrico. "Buen camino" nos dijo. Y encima nos regaló una sonrisa.


Me di la vuelta y miré al Sr. Bellete que parecía una sopa pintada por Andy Warhol. Y me quedé mirando su sombrero. Giré la cabeza y miré el mío. No nos habíamos dado cuenta de ellos. Nosotros estábamos mojados, pero nuestros sombreros parecían una boceto de Picasso después de una juerga.


Empezamos a reirnos. Nos reimos tanto que tuvimos que parar el caminar. Allí estábamos. En la cima de un monte, junto a la Costa da Morte. Muertos de risa. Sin poder hablar del esfuerzo. Sin poder parar de reir.


Después de todo, ¿qué es el camino sin esfuerzo y desesperación?


El Sr. Bellette y un servidor no saben hacer el camino sin sufrir un lavado a conciencia, por dentro y por fuera.


Y que así siga siendo.

domingo, 18 de septiembre de 2011

¡El mar! ¡La lluvia!
















El óxido nitroso que en forma de aguardiente nos habían regalado en O Argentino se nos empezó a terminar a eso de las seis o las seis y media de la tarde. Justo nos dio para llegar a Quintans. Estábamos a escasos cinco kilómetros del mar, pero las piernas ya no daban más. Hicimos noche en el hostal Plaza de Quintans. Como no había habitación para compartir, hubimos de dormir cada uno en una enorme cama de de matrimonio. ¡Qué se le iba a hacer! Estas son las cosas del camino...



Antes de dormir nos regalamos una agradable cena: tortillón de patata y carne guisada con unas pequeñas y riquísimas patatas, coronada por un tiramisú. Después de cuarenta kilómetros y una buena cena, dormir fue el colofón perfecto.



Dejamos el hostal de Quintans a eso de las ocho y media de la mañana con el chasquido de las moscas muriendo en la trampa eléctrica en nuestros oídos. Por delante de nosotros, a escasos doscientos metros, pronto vimos a nuestra amiga italiana, aquella de Vilacerio, comiendo camino como una valiente. Debía haber salido desde el albergue de Dumbría a eso de las cuatro o las cinco de la mañana. Indudablemente, su destino era Muxía.



Seguimos su caminar por bosques y laderas, a través de parroquias ínfimas y bellas iglesias románicas de vieja y carcomida piedra gris.



A eso de las diez o las diez y media, después de coronar la enésima cuesta, tras un giro a la derecha del camino a través de un pinar, dimos con el mar por primera vez en aquel camino.



¡El mar, Sr. Bellette! ¡El mar!



De allí nos dejamos caer por la cuesta con los ojos prendidos en el océano.



¿Qué tendrá esa visión que siempre me domina?



Llegar andando hasta el mar, hasta el fin de la tierra, el sueño del peregrino. Allí al frente estaba la ría de Camariñas, enorme y esplendida. Repleta de barcos pesqueros y pueblecitos dispersos, como en toda Galicia, pero junto al mar.



Alcanzamos Os Muiños bien descansados. Subimos la cuesta que nos regalaba el camino hasta llegar al cruceiro de la iglesia. En ese momento empezó a llover.



¡La lluvia, Sr. Bellette!



Parece que nunca podemos escapar a ella. Fría, continua, inmisericorde. Nos mojó sin descanso durante los siguientes cuatro kilómetros. Casi no disfrutamos al llegar a la playa de Muxía. Cruzamos el arenal como una sopa, mojados hasta los higadillos. Uno suele disfrutar al caminar por las playas, me encantan que sean largas e interminables. Sin embargo, cruzar aquella playa bajo la lluvia se me hizo interminable. Dimos con nuestros huesos empapados en un hotel frente a la playa. La italiana cogió la enorme cuesta que remontaba la colina que conducía al albergue de Muxía. Mentalmente la despedimos y nos sentamos en el bar de aquel hotel para secarnos un poco.



¡Secarnos un poco! ¡Viva la ironía!



Mientras degustábamos nuestro habitual zumo de naranja, miraba yo melancólico por la ventana el caer de la lluvia sobre el mar. Nada más placentero si no tienes que salir a caminar.



"Relájate, Señorito Juárez", me dijo el Sr. Bellette, "tarde o temprano amainará, amigo".



Tarde o temprano. Nada dijo de secarnos.

sábado, 17 de septiembre de 2011

El peluquero del Azor

Con el gaitero loco en la cabeza enfilamos la cuesta abajo hacia Olveiroa. Dejando atrás Lago y el enorme embalse, llegamos primero a Ponte Olveira. Allí decidímos descansar en un curioso y agradable albergue privado que no figuraba en nuestras cartas de navegación. Justo antes del puente, con aspecto efímero y prefabricado, nos dejó tomar un respiro. Entramos en el bar y nos sentamos bajo una impactante foto de la desembocadura del rio Xallas en Ézaro, una cascada asombrosa, digna de visitar. El paisano nos sacó una botella de nuestro querido Viña Costeira y lo que el definió como una tapa: seis pedazos de lomo de cerdo adobado frito, seis lonchas de jamón serrano, seis trozos de queso de tetilla y seis trozos de chorizo maravilloso. Menos mal que las tapas sólo son así en Galicia, que si no...



Con la panza llena y contentos de que exista el Viña Costeira retomamos el camino cruzando el puente. En pocos minutos llegamos a Olveiroa, a eso de las 12:30 del mediodía. Una italiana rubia nos desafió con un sprint digno de las olimpiadas. Supusimos que ella creía que nos dirigíamos al albergue y pretendía tomarnos la mano. ¡Qué tía más fina! No dijimos nada y la hicimos echar el resto en la cuesta que llevaba al albergue. En un recodo se confundió y acabó en la puerta del albergue privado. Desesperada se volvió y nos dedicó una mirada de pena. El Sr. Bellette y un servidor la sonreimos y la animamos a continuar. Siguió apretando hasta llegar al albergue. Allí nos despedimos de ella y seguimos nuestro camino ante su sorpresa.



Aún divertidos por la carrera de la italiana, empezamos a descender hasta la ribera del Xallas, siguiendo los mojones.



Cuesta arriba, cuesta abajo. Ora un puerto de primera. Ora un descenso hasta el infierno.



A través de un campo de molinos de viento y ya bajo la lluvía, abandonamos el camino que llevaba directamente a Finisterre y tomamos la via de Muxia. Destino, Dumbría.



Después de que amainara la llovizna, después de catorce kilómetros entre los eucaliptos, llegamos al pueblo de Dumbría. No con demasiado hambre, la verdad. Un poco mojados por fuera y secos por dentro. Tras recorrer un kilómetro por dentro de la población nos acercamos hasta el restaurante O Argentino. Restaurante, tienda y bazar de electrodomésticos. Que quien diga que en Galicia no puedes verlo todo...



Nos recibieron con frialdad. Un vino tinto un poco peleón y sin pincho. Pedimos comer. Judías y zorza. Con el frescor de la lluvia, las judías eran la mejor opción. Claro, que los dos esperábamos unas judías estofadas y no las judías de la huerta de atrás que nos pusieron. Eso sí, maravillosas, verdes parduscas y con unas habas del demonio de grandes. Antes de que llegara la zorza y nos terminaramos la botella de Viña Costeira de rigor, los paisanos se dispusieron a tomar un pote de impresión en la mesa de al lado. Con la tele puesta a todo meter, los comentarios nos hicieron congeniar. Entre todos ellos había un hombre de unos setenta y ocho años, la mar de simpático. El tío había sido peluquero en Azor, el yate del general Franco. Las cosas que tiene la vida, yo con la camiseta negra del Centro de Investigación de la Guerra Civil Española y hablando con el peluquero del barco de Franco.






Hablamos de todo y nos hicimos tan amigos que nos invitó a probar todos los aguardientes creados por gallegos a lo largo de la historia, alguna tan fuerte que sentí que la gasolina abrasaba mi garganta. Desde luego que nos recuperamos en O Argentino. Rotas las distancias y recelos, todos el mundo es bueno y amable con los peregrinos. Le conté al peluquero lo del gaitero solitario y nos costó otro trago de crema de orujo.



Menos mal que somos abstemios, Sr. Bellette. En ese momento fue cuando estuvimos seguros de que llegaríamos a dormir a Quintans. Unos pocos kilómetros más, hasta sumar los cuarenta ese día.



Aunque todo tiene truco. El orujo del O Argentino era en realidad óxido nitroso y nosotros, fórmula uno.






¡Ay, Alonso, si tu Ferrari llevara orujo gallego y no esos aditivos italianos de medio pelo!

viernes, 16 de septiembre de 2011

Un gaitero en una peña







Salimos del albergue de Vilacerio bien pronto en la mañana. El frescor, el sol y el aroma de los maravillosos eucaliptos nos empujó cuesta arriba (¡Cómo no!) haciendo de nuestro paseo una verdadera delicia. Entre vallas vetustas de piedra barbada y prados verdes de un brillo increíble nos dejamos ir. El Sr. Bellette señaló nuestro lento caminar cuando fuimos adelantados por un furibundo peregrino de roja mochila. Quién sabe qué perseguía aquel paisano con esas prisas y a esas horas.

Nuestro objetivo de aquel día era Dumbría para dormir y Olveiroa para comer. Pasados Bon Xesús empezamos a subir sin descanso cuestas empinadas como sábados sin fiesta. Llegamos con la lengua fuera a Vilar do Castro y yo miré mis cartas de navegación prudentemente impresas por el Sr. Bellette.

"Nos toca subir el monte Aro, amigo", confirmé al segundo y la risa floja nos conquistó. Era la quinta subida del día y ya iban en este viaje... Abandonamos las rampas de clazada y entramos en caminos de monte, con pinos, eucaliptos y toxos. Más pinos que otra cosa. Allí nos adelantaron dos o tres ciclistas y dimos con nuestro amigo francés, Frèderic. Caminaba cargando la pierna derecha pues se había lesionado en la izquierda. Ralentizamos nuestro paso y o adecuamos al suyo, compartiendo un par de kilómetros. Allí nos dimos cuenta que el monte Aro lo habíamos subido ya, triste de mí que no manejo bien la navegación. Seguro que fue la influencia del zumo de naranja de aquel villorrio.

Comenzamos el descenso hacia Lago y nuestro gabacho comenzó a rezagarse, que subir cuesta pero bajar es el infierno.

En un momento salimos a un claro del pinar. Allí había un grupo de peregrinas charlando en un cruce del camino. Saludamos y seguimos. Fue entonces cuando lo escuché.

El viento traía una bella melodía. Un son de gaita que rasgaba el aire y te insuflaba ánimos. Y de qué manera. El Sr. Bellette me miró sorprendido. Cerré los ojos y rogué porque no fuera un maldito móvil.
No lo era.

En el centro del claro del bosque había una peña de unos veinte metros de altitud. Sobre ella, sentado a horcajadas de una pequeña roca, descansaba un gaitero.

No me lo podía creer. Estas cosas sólo ocurrían en las películas. O estaban preparadas.


"Cómo están algunos", dijimos a la vez el Sr. Bellette y un servidor. Luego recapacitamos. Aquel gaitero estaba alegrando el camino a los peregrinos. Nadie más que caminantes desde el lejano Santiago pasaban por allí.La estampa fue inolvidable. Caminamos en silencio la larga curva que rodeaba aquella peña, la peña del gaitero. La maravillosa música de aquel instrumento perfecto nos acompañó durante tres o cuatro kilómetros.

Aquel caminar con mi amigo, con el camino de Santiago, con el bosque, con el olor de los pinos y los eucaliptos, con la sonrisa de todos los peregrinos que nos encontrábamos... Doy gracias por todo. Por Galicia, por el camino, por la música, por las gaitas, por aquel loco gaitero subido a una peña. Por mi amigo, el Sr. Bellette. Por el Camino de Santiago. Por mis piernas, que me permitieron estar allí.

Otro momento inolvidable, ¿verdad, Sr. Bellette?