domingo, 26 de agosto de 2012

Entre chuletones y Txacolí: de Igueldo a Zumaia

De Astigarraga a Igueldo, en un periquete. Más mojados no podíamos estar. Allí nos alojamos en una casa rural estupenda -las llaman Agroturismos, que en el Pais Vasco todo cambia de nombre, aunque el cambio nadie lo note- junto al hotel rural Leku Eder. Por cierto, este último muy recomendable, con una terraza al mar que quitaba el hipo. Llegamos con tanta agua como sed y hambre. La amable chica de la recepción nos remitió a un restaurante llamado Bellavista, en la cima del Igueldo, cerniéndonos sobre la bahía de San Sebastián. "Hay que caminar unos ochocientos metros hasta el restaurante, pero les aseguro que vale la pena". Por el camino, bajo un chaparrón de mil demonios, me cuestionaba yo la Bellavista, la bahía y hasta la madre que lo... Bueno, cortesías aparte, llegamos al citado comedero. Pedimos dos txacolíes. " Cuidado, que se sube a la cabeza rápido" nos dijo el camarero.
Éste no sabe lo que somos los del Real Sitio.
"Pon un par de chatos y ya veremos qué se sube" le dije al desconfiado posadero. Y es que el aspecto de peregrino del Camino de Santiago parece hacerle a uno un milindris a ojos-vista. Por cierto, más allá de bravatas pueblerinas, ¡Menudo txacolí! Etxeko era la casa, la misma del patxarán. En este caso, la variedad del caldo era Getariako Txacolina. Con un punto de carbónico que lo hace refrescante y digestivo, un tubio sucio muy agradable en su amarillento ser y, sobre todo, un espectacular final cítrico que e hace beber sin conocimiento. Para aplacar la locura del txacolí, hubimos de hacernos con un chuletón de brontosaurio... ¿O era quizás de braquiosaurio? El Sr. Bellette discrepó. Para él, sin duda, era diplodocus.
El caso es que, después de la buena dosis de txacolí maravilloso y de casi kilogramo y medio de carne, nos fuimos a dormir en nuestro agroturismo, deseando que la mañana siguiente el Cantábrico se quedara en su sitio y no en nuestras cabezas.
Salimos bien pronto, con el objetivo de llegar hasta Deba, ya casi en Vizcaya. Al desayunar, mi pierna me recordó con su dolor la aventura del día anterior. Subimos lo que nos quedaba del monte Igueldo, menos de veinte minutos y empezamos el descenso hacia Orio. Caminando junto a la costa, por la cima de las estribaciones, iba yo asombrado del agreste paisaje, de la belleza brutal de aquella tierra. Empezamos la bajada tremenda hasta Orio -no me extraña la cantidad y calidad de los ciclistas vascos-, pasando, en un último repecho, por la hermosa ermita de San Martín de Tours, donde hicimos un descanso. Por el camino, habíamos descartado una cuesta entre los pinos. "Si vamos por ahí, nos la pegamos seguro" había dicho sabiamente el Sr. Bellette. Sentados en el sotoportal de la ermita de San Martín de Tours, pensaba yo qué razón tenía mi amigo viendo a un pobre alemán, que había seguido ese tramo peligroso, embadurnado en barro hasta el cuello, que más parecía un churro en chocolate que un peregrino.
Después de pasar el precioso barrio pesquero de Orio y de recorrer la interminable ría, tomamos otra cuesta infernal que nos había de llevar hasta Zarautz. Por ese tramo pasamos cerca de Getaria, con su sorprendente ratón y sembradas sus colinas de maravilloso txacolí. ¡Qué envidia!
Bajamos otra cuesta del demonio hasta la playa de Zarautz -"Todo lo que subimos lo bajamos aquí, Señorito Juárez", me decía el Sr. Bellette- y cruzamos el turístico barrio costero y paseo marítimo, campo de golf incluido. Por el camino nos cruzamos con un ciclista que dijo algo parecido a hola.
La insensatez de subir semejante cuesta tiene sus peligros, claro.
Curiosamente, durante toda la soleada mañana, nos cruzamos con una plétora de guipuzcoanos. ¡Buenos días!, me decían a mí; ¡Kaixo!, le regalaban al Sr. Bellette.
¿Tendría algo que ver la txapela que llevaba?
Después de casi veinte kilómetros hicimos parada en una taberna tradicional de Zarautz -por llamarla así- y nos regalamos unos txacolíes (por supuesto, de Getaria), antes de afontar los últimos ocho kilómetros hasta Zumaia.
Y maldita la hora. Hubimos de escalar casi dos kilómetros de calzada medieval a la salida de Zarazutz. Fue allí donde mi maltrecha pierna empezó a decir basta. Tras una hora y media de tortura, alcanzamos nuesto objetivo: Zumaia. Y otro chuletón. Y más txacolí. Y una silla para descansar.
Como un mal pensamiento, todo la mañana habíamos caminado escapando de la tormenta. La hora y media de descanso en Zumaia fue demasiado. Las nubes auguraban  una tarde de aúpa.
"Habrá que sacar las capas", decía el Sr. Bellette  mientras degustábamos el chuletón.



En fin...

lunes, 20 de agosto de 2012

El Sr. Bellette se va a Santiago

Emocionados por volver al camino, tomamos el tren desde Segovia con dirección a Hendaya. Nuestro objetivo: iniciar el camino del norte. La mía, pisar la estación donde se produjo el encuentro entre Hitler y Franco. Tras no-sé-cuántas horas de viaje, eso sí, aderazadas por las constantes atenciones de la tripulación del tren alvia, llegamos comidos por una borrasca inmisericorde. La estación me resultó gris, como el cielo, como los protagonistas que allí se habían reunido hacía setenta y dos años. Salimos a la calle cubiertos con las capas y cobertores, bajo un aguacero de mil demonios. Cruzamos la frontera entre Francia y España por el puente y partimos hacia Irún. No sé si por la lluvia o por que era el inicio del viaje o por la santona de Salamanca que se nos acucharó en la plaza y no cejó hasta endosarnos unos salmos, canciones, rezos y alabanzas, que perdimos el camino de la costa y nos metimos de lleno en el camino del horror...digo del interior, que para el caso viene a ser lo mismo.
Durante seis horas nos arrastramos bajo la lluvia por unas sendas que ni vericuetos. En alguna de ellas el barro nos llegaba casi a las rodillas. Los bastones se atoraban; las botas se enlodaban; las mochilas pesaban más que bloques de plomo... En una de las vaguadas el charco era tal que hubimos de saltar un muro y caminar por unas tierras. Y con el miedo de ahora aparece el dueño y nos pega una perdigonada. Claro, que con ese tiempo, no habría aparecido ni harto de chacolí.Cada paso que daba me acordaba de la vieja de Irún, augurándonos un maravilloso viaje. Aún recuerdo a una gitana que me leyó la mano en Granada, diciéndome que tenía una salud de hierro: a los tres días me operaron de peritonitis.
No tengo suerte con las pitonisas.
Mientras el barro me cubría las polainas, iba pensando yo en ensartar a la próxima adivina, por muy santona que fuera.
Quizás por esos malos pensamientos, perdí el pie en una cuesta -perdón, catarata- y, al frenar la caída, me lastimé la pierna. El dolor, primero sibilino, luego ya farruco, me acompañó todo el viaje.
Después de dejarnos caer por un vericueto impracticable e impresentable, llegamos al paraiso, quiero decir a una sidrería. La buena mujer nos recibió, a pesar de estar cerrado. Nos libramos de las capas empapadas, al igual que el resto de la indumentaria que no nos quitamos, pero que de buena gana habríamos hecho -provocando el escándalo en Astigarraga-, y entramos al calor de la parrilla. Nos preguntó que si conocíamos el funcionamiento de las sidrerías: coged un vaso y bebed lo que queráis, luego pagáis.
¡Pobre mujer!
Está bien dar de beber al sediento, pero es que nosotros somos del Real Sitio. Once barricas a nuestra disposición. Llenitas todas de rica y refrescante sidra vasca. Con ese toque cítrico imperceptible.
En fin, después del desaguisado -que nos costó cinco euros a cada uno- un poco secos, volvimos al camino.
Destino: el monte Igueldo. Deseo: que no lloviera.
De ilusión también vive el hombre.