De Astigarraga a Igueldo, en un periquete. Más mojados no podíamos estar. Allí nos alojamos en una casa rural estupenda -las llaman Agroturismos, que en el Pais Vasco todo cambia de nombre, aunque el cambio nadie lo note- junto al hotel rural Leku Eder. Por cierto, este último muy recomendable, con una terraza al mar que quitaba el hipo. Llegamos con tanta agua como sed y hambre. La amable chica de la recepción nos remitió a un restaurante llamado Bellavista, en la cima del Igueldo, cerniéndonos sobre la bahía de San Sebastián. "Hay que caminar unos ochocientos metros hasta el restaurante, pero les aseguro que vale la pena". Por el camino, bajo un chaparrón de mil demonios, me cuestionaba yo la Bellavista, la bahía y hasta la madre que lo... Bueno, cortesías aparte, llegamos al citado comedero. Pedimos dos txacolíes. " Cuidado, que se sube a la cabeza rápido" nos dijo el camarero.
"Pon un par de chatos y ya veremos qué se sube" le dije al desconfiado posadero. Y es que el aspecto de peregrino del Camino de Santiago parece hacerle a uno un milindris a ojos-vista. Por cierto, más allá de bravatas pueblerinas, ¡Menudo txacolí! Etxeko era la casa, la misma del patxarán. En este caso, la variedad del caldo era Getariako Txacolina. Con un punto de carbónico que lo hace refrescante y digestivo, un tubio sucio muy agradable en su amarillento ser y, sobre todo, un espectacular final cítrico que e hace beber sin conocimiento. Para aplacar la locura del txacolí, hubimos de hacernos con un chuletón de brontosaurio... ¿O era quizás de braquiosaurio? El Sr. Bellette discrepó. Para él, sin duda, era diplodocus.
El caso es que, después de la buena dosis de txacolí maravilloso y de casi kilogramo y medio de carne, nos fuimos a dormir en nuestro agroturismo, deseando que la mañana siguiente el Cantábrico se quedara en su sitio y no en nuestras cabezas.
Salimos bien pronto, con el objetivo de llegar hasta Deba, ya casi en Vizcaya. Al desayunar, mi pierna me recordó con su dolor la aventura del día anterior. Subimos lo que nos quedaba del monte Igueldo, menos de veinte minutos y empezamos el descenso hacia Orio. Caminando junto a la costa, por la cima de las estribaciones, iba yo asombrado del agreste paisaje, de la belleza brutal de aquella tierra. Empezamos la bajada tremenda hasta Orio -no me extraña la cantidad y calidad de los ciclistas vascos-, pasando, en un último repecho, por la hermosa ermita de San Martín de Tours, donde hicimos un descanso. Por el camino, habíamos descartado una cuesta entre los pinos. "Si vamos por ahí, nos la pegamos seguro" había dicho sabiamente el Sr. Bellette. Sentados en el sotoportal de la ermita de San Martín de Tours, pensaba yo qué razón tenía mi amigo viendo a un pobre alemán, que había seguido ese tramo peligroso, embadurnado en barro hasta el cuello, que más parecía un churro en chocolate que un peregrino.
Después de pasar el precioso barrio pesquero de Orio y de recorrer la interminable ría, tomamos otra cuesta infernal que nos había de llevar hasta Zarautz. Por ese tramo pasamos cerca de Getaria, con su sorprendente ratón y sembradas sus colinas de maravilloso txacolí. ¡Qué envidia!
Bajamos otra cuesta del demonio hasta la playa de Zarautz -"Todo lo que subimos lo bajamos aquí, Señorito Juárez", me decía el Sr. Bellette- y cruzamos el turístico barrio costero y paseo marítimo, campo de golf incluido. Por el camino nos cruzamos con un ciclista que dijo algo parecido a hola.
La insensatez de subir semejante cuesta tiene sus peligros, claro.
Curiosamente, durante toda la soleada mañana, nos cruzamos con una plétora de guipuzcoanos. ¡Buenos días!, me decían a mí; ¡Kaixo!, le regalaban al Sr. Bellette.
¿Tendría algo que ver la txapela que llevaba?
Después de casi veinte kilómetros hicimos parada en una taberna tradicional de Zarautz -por llamarla así- y nos regalamos unos txacolíes (por supuesto, de Getaria), antes de afontar los últimos ocho kilómetros hasta Zumaia.
Y maldita la hora. Hubimos de escalar casi dos kilómetros de calzada medieval a la salida de Zarazutz. Fue allí donde mi maltrecha pierna empezó a decir basta. Tras una hora y media de tortura, alcanzamos nuesto objetivo: Zumaia. Y otro chuletón. Y más txacolí. Y una silla para descansar.
Como un mal pensamiento, todo la mañana habíamos caminado escapando de la tormenta. La hora y media de descanso en Zumaia fue demasiado. Las nubes auguraban una tarde de aúpa.