Después de dormir a pierna suelta en el Hotel Rey Fernando y, por primera vez en aquella aventura, sin una caminata esperándonos, nos propusimos finalizar aquel día del Pilar con tan buen pie como habíamos hecho todos los días de camino.
Nos marchamos del hotel sin desayuno en nuestros entresijos, de igual manera que hicimos en Puente Ulla. Sin embargo, no fueron dos grandes racimos de uvas los que nos ateclaron.
Dos chocolates tibios con crujientes y sabrosos churros inauguraron, por fin, nuestro último día del camino.
Al salir de la cafetería, ya amanecido el día, la bruma y las tenues farolas nos trasladaron a un emplazamiento propio de una novela decimonónica. Además, caminar sin mochilas por las bulliciosas calles del centro de Santiago de Compostela totalmente desiertas, era navegar en el bergantín Temido, con la espuma del mar en el rostro y los malditos ingleses allí, al frente. Nos acercamos a la catedral, a la plaza de la Concepción. Eran las ocho y media de la mañana y ya había una cola considerable. De cien metros, al menos.
¡Pero si acababan de poner las calles! ¿Es que esa gente no duerme?
A las nueve abrieron el acceso a la Puerta Santa. Entrando de treinta en treinta, conseguimos alcanzar la puerta en unos treinta o treinta y cinco minutos.
Sinceramente, algo sobrecogedor tiene ese momento. Uno se va acercando al acceso exterior, repleto de altorelieves y alguna que otra figura exenta, con la imagen del apóstol en el tímpano, y siente poca necesidad de hablar. La vista, fija al frente, es imposible de abstraer. Y no será por motivos. Un auténtico circo de colores, sonidos, conversaciones perdidas y rotas. Detalles sutiles y sorprendentes -como el nombre de José Antonio Primo de Rivera a medio borrar, a medio olvidar- que jalonan una espera que aumenta los nervios de uno.
Cruzar la puerta y no soltar palabra. Ni el Sr. Bellette ni yo. Ni el resto que pasó con nostros. Ni siquiera el guiri que iba delante de mí. Pasé la puerta un tanto sobrecogido, pero me atreví a estirar la mano derecha y toqué el suave y sorprendentemente cálido bronce de la Puerta Santa.
Esta no la tocamos hasta el 2021, Sr. Bellette, me atreví a susurrar.
Desde allí, girando por el abside románico, hasta el pasadizo que ascendía al Santo, un suspiro eterno. Primero el guiri; después, el Sr. Bellette. Luego, un servidor.
Me sorprendió el tamaño descomunal de la imagen. La espalda dorada y cubierta de hermosas veriselli, bellas joyas de vidrio. Una de ellas casi me amputó el dedo meñique de mi mano derecha.
Castigo por tocar la Puerta del Santo.
Es lo que tiene la osadía, ¿verdad?
El guiri nos retrasó un poco. Quizás trataba de hablarle en español al oído del Santo. Seguro que alguien le avisó que, como buen español, de idiomas, nada de nada.
Seguro que Santiago el Mayor estaba distraído el día del Pentecostés.
O me pides en español o te buscas un traductor. ¿Me entiendes, Johnny o Joey o como diablos te llames?
Impresionados por la devoción de la gente, descendimos bajo el altar y entramos al tesoro de la catedral: el sepulcro del Santo. Un alucinante sarcófago plateado y un reclinatorio -ocupado por supuesto- y se acabó la tradición.
Con la Compostela en el morral y el candor del abrazo al Santo latente aún en nuestra mente, marchamos a la puerta de Platerías. Entramos en la catedral y directos a la misa del peregrino.
Repleta la catedral, nos tuvimos que sentar en la basa de uno de los enormes pilares del transepto. La misa fue larga y tediosa. Gracias al Magister Cantorum que pasé un buen rato. Igual nunca había visto una misa así. Las nociones básicas para cantar bien los salmos fueron lo más divertido. Atentos a la nota sobre la sílaba túuuuuuu... Venga, repitan conmigo... No tengan miedo, estamos cantándole a la Virgen... Otra vez... Hasta que no lo hagamos bien no empezamos...
¡Qué tío! ¡Qué coño de Magister Cantorum! ¡Super Speaker de Santiago, oye!
En fin, me quedé sin ver el botafumeiro.
Salir de misa y directos al hotel. De allí, achepados de nuevo, a la estación de Santiago. Después de pasar un ridículo control de seguridad, a nuestro tren, nuestro talgo y a Segovia. Seis horas de hambre y sed, pues no se puede considerar comida la piltrafa penosa y patética de bocadillo que compramos en el simulacro de cafetería que tienen esos trenes. La comparación con el ave es un afrenta, de verdad.
Desgraciadamente, a las 20:30 posábamos nuestros pies sobre la querida tierra segoviana, con un bagaje increíble en nuestros corazones.
Ya en la puerta de mi casa, con la mochila en el suelo y todos los regalos en la mano, nos miramos una vez más.
Al año que viene, por la ruta monacal.
Amén, Sr. Bellette.