martes, 26 de octubre de 2010

A través de la Puerta Santa





Después de dormir a pierna suelta en el Hotel Rey Fernando y, por primera vez en aquella aventura, sin una caminata esperándonos, nos propusimos finalizar aquel día del Pilar con tan buen pie como habíamos hecho todos los días de camino.








Nos marchamos del hotel sin desayuno en nuestros entresijos, de igual manera que hicimos en Puente Ulla. Sin embargo, no fueron dos grandes racimos de uvas los que nos ateclaron.




Dos chocolates tibios con crujientes y sabrosos churros inauguraron, por fin, nuestro último día del camino.



Al salir de la cafetería, ya amanecido el día, la bruma y las tenues farolas nos trasladaron a un emplazamiento propio de una novela decimonónica. Además, caminar sin mochilas por las bulliciosas calles del centro de Santiago de Compostela totalmente desiertas, era navegar en el bergantín Temido, con la espuma del mar en el rostro y los malditos ingleses allí, al frente. Nos acercamos a la catedral, a la plaza de la Concepción. Eran las ocho y media de la mañana y ya había una cola considerable. De cien metros, al menos.



¡Pero si acababan de poner las calles! ¿Es que esa gente no duerme?



A las nueve abrieron el acceso a la Puerta Santa. Entrando de treinta en treinta, conseguimos alcanzar la puerta en unos treinta o treinta y cinco minutos.




Sinceramente, algo sobrecogedor tiene ese momento. Uno se va acercando al acceso exterior, repleto de altorelieves y alguna que otra figura exenta, con la imagen del apóstol en el tímpano, y siente poca necesidad de hablar. La vista, fija al frente, es imposible de abstraer. Y no será por motivos. Un auténtico circo de colores, sonidos, conversaciones perdidas y rotas. Detalles sutiles y sorprendentes -como el nombre de José Antonio Primo de Rivera a medio borrar, a medio olvidar- que jalonan una espera que aumenta los nervios de uno.








Cruzar la puerta y no soltar palabra. Ni el Sr. Bellette ni yo. Ni el resto que pasó con nostros. Ni siquiera el guiri que iba delante de mí. Pasé la puerta un tanto sobrecogido, pero me atreví a estirar la mano derecha y toqué el suave y sorprendentemente cálido bronce de la Puerta Santa.



Esta no la tocamos hasta el 2021, Sr. Bellette, me atreví a susurrar.



Desde allí, girando por el abside románico, hasta el pasadizo que ascendía al Santo, un suspiro eterno. Primero el guiri; después, el Sr. Bellette. Luego, un servidor.



Me sorprendió el tamaño descomunal de la imagen. La espalda dorada y cubierta de hermosas veriselli, bellas joyas de vidrio. Una de ellas casi me amputó el dedo meñique de mi mano derecha.



Castigo por tocar la Puerta del Santo.



Es lo que tiene la osadía, ¿verdad?



El guiri nos retrasó un poco. Quizás trataba de hablarle en español al oído del Santo. Seguro que alguien le avisó que, como buen español, de idiomas, nada de nada.



Seguro que Santiago el Mayor estaba distraído el día del Pentecostés.



O me pides en español o te buscas un traductor. ¿Me entiendes, Johnny o Joey o como diablos te llames?



Impresionados por la devoción de la gente, descendimos bajo el altar y entramos al tesoro de la catedral: el sepulcro del Santo. Un alucinante sarcófago plateado y un reclinatorio -ocupado por supuesto- y se acabó la tradición.



Con la Compostela en el morral y el candor del abrazo al Santo latente aún en nuestra mente, marchamos a la puerta de Platerías. Entramos en la catedral y directos a la misa del peregrino.



Repleta la catedral, nos tuvimos que sentar en la basa de uno de los enormes pilares del transepto. La misa fue larga y tediosa. Gracias al Magister Cantorum que pasé un buen rato. Igual nunca había visto una misa así. Las nociones básicas para cantar bien los salmos fueron lo más divertido. Atentos a la nota sobre la sílaba túuuuuuu... Venga, repitan conmigo... No tengan miedo, estamos cantándole a la Virgen... Otra vez... Hasta que no lo hagamos bien no empezamos...



¡Qué tío! ¡Qué coño de Magister Cantorum! ¡Super Speaker de Santiago, oye!



En fin, me quedé sin ver el botafumeiro.



Salir de misa y directos al hotel. De allí, achepados de nuevo, a la estación de Santiago. Después de pasar un ridículo control de seguridad, a nuestro tren, nuestro talgo y a Segovia. Seis horas de hambre y sed, pues no se puede considerar comida la piltrafa penosa y patética de bocadillo que compramos en el simulacro de cafetería que tienen esos trenes. La comparación con el ave es un afrenta, de verdad.








Desgraciadamente, a las 20:30 posábamos nuestros pies sobre la querida tierra segoviana, con un bagaje increíble en nuestros corazones.



Ya en la puerta de mi casa, con la mochila en el suelo y todos los regalos en la mano, nos miramos una vez más.



Al año que viene, por la ruta monacal.



Amén, Sr. Bellette.

lunes, 25 de octubre de 2010

A por las navajas del Camilo






Ubicados en el onfalos que es Santiago, siguiendo el plan trazado por el Sr. Bellette, analizamos las posibilidades que teníamos. Para entrar en la catedral había una cola descomunal de más de cien metros y una anchura de a ocho.



A otra cosa.


Cruzamos la plaza de Platerías, repleta hasta lo impensable y nos acercamos a la plaza de de la Concepción, allí donde se encuentra la Puerta Santa. Aquí la cola era ya de risa. Después de recabar información del policía que custodiaba el acceso, la decisión fue clara.






Mañana volvemos.



Sin poder entrar en la catedral ni dar el abrazo al Santo, nos acercamos a la Oficina de Atención al Peregrino. Miré el reloj de mi movil. Las 13:30. Nadie a la vista. Apenas treinta personas.

Increíble.

Sin dudarlo, nos pusimos a la cola, en el nacimiento de la escalera. Casualidad o no, allí nos juntamos todos los que habíamos coincidido en Cea. Victor y Eusebio Gómez. Los chicos de Malaga. Juan Bellette y un servidor. Y Ana Rosa Quintana. Todos con la mochila clavada en la chepa. Ana Rosa Quintana, no. Todos jadeando cada escalón que subíamos. Ana Rosa Quintana, no. Todos encantados de llegar al mostrador, de recibir la Compostela. Ana Rosa Quintana, también.

¿Qué ha motivado su peregrinación?


Me sorprendió la preguntita. Pero, ¿qué quieres que te diga? ¿A qué viene uno a Santiago caminando a través de la lluvía, el viento y los kilómetros interminables? ¿Acaso importa?

Debería haber sellado dos veces cada día. La próxima vez que haga el camino, recuérdelo.

Tiene razón. La próxima vez que haga el camino, recordaré no acercarme a hablar con esta individua.


Un par de euros después, nos hallábamos en el portal de acceso a la oficina, ante un monumental montón de cachabas abandonados al final del camino, con nuestra querida y deseada Compostela.


Dominus Eduardum Juárez Valero.

En eso me había convertido el camino. Dominus.


Desistiendo del resto de objetivos del peregrino, marchamos a nuestro hotel, Rey Fernando, en la calle homónima, a dejar de una vez nuestras mochilas. De allí, al restaurante La Codorniz. A por un pote gallego y nuestro primer pulpo a feira. Descanso vespertino y al spa.

Menudo acierto.


Relajados los músculos, nos fuimos a pasear por la ciudad. A comprar lotería a Toñi -espero que toque, pues vaya colita...- y a prepararnos para cenar. En casa Camilo. Navajas a la plancha que parecían culebras. Y pulpo a feira. Y rape a la gallega.


Y de postre una mousse de muerte.

Y a dormir.


Mañana, a por la Puerta Santa. Y a misa.

Y a casa, que ya iba siendo hora.

domingo, 24 de octubre de 2010

En el umbilicus mundi




Roto ya el cansancio y la desesperación del camino que no acaba, olvidados los pesares, los dolores, las preocupaciones, con las torres de la catedral a la vista, nos dejamos ir, felices de llegar a nuestro objetivo.




Cayendo cuesta arriba, que diría Juan Bellette, nos lanzamos hacia Santiago de Compostela. Como no veníamos por el camino francés, ni por el de la costa, ni por el primitivo, sino que alcanzábamos la tumba del Santo por el viejo camino mozárabe, por la Vía de la Plata, nos tocaba entrar en la ciudad cruzando el vetusto puente sobre el río Sar.



Desde luego, el puente era viejo, con ese regusto medieval que no nos había abandonado durante toda la peregrinación. El río Sar, sin embargo, era humilde y poco imponente, como llega la voluntad del peregrino a ese punto. Nada que ver con el enorme y caudaloso Miño que cruzamos en Orense, ni con el rocoso y violento Deza, que nos atemorizó mientras cruzábamos uno de sus multiples viaductos bajo la lluvia; ni con el espeluznante Ulla, encajonado en la garganta, sujeto por roca y viento.


Nada de eso. El Sar nos recibía con humildad. Con sencillez. Y con un regalo envenado: una cuesta de mírame y no me toques. Llegar al puente y darme la risa.


¡Otra cuesta! ¡Y qué cuesta! Doscientos cincuenta metros que me recordaron a la funesta y detestable Costiña do Canedo.


En fin, apretamos los dientes, nos sujetamos la mochila y, arañando el suelo con los bastones, tiramos hacia la cima, hacia el final del camino. Siguiendo culos, como nos había aconsejado el alberguero del Orense -¡Ay, traidor, el día que te pille...!- remontamos el repecho adelantando a cuantos peregrinos nos encontramos. Y fueron unos cuantos.


Coronada la cuesta, el galimatías de calles, semáforos, policía urbana y, sobre todo, gente, gente y más gente, nos desconcertó ligeramente. Estábamos acostrubrados a la soledad. Y a las conchas doradas. Y a las flechas amarillas. Allí no había de eso. Ni flechas, ni conchas. Con gran dificultad y soportando la espera de los insoportables semáforos de la plaza de Galicia, llegamos al entramado de callejuelas y casas bajas de piedra, de soportales, tiendas y restaurantes. De gente en muchedumbre, apelotonada e inmóvil.


Dos calles, tres aglomeraciones y cuatro maldiciones por algún que otro obstáculo impertinente y alcanzamos la primera plaza, la de Platerías. Tan llena de gente que apenas se veía el suelo. Caminar, un suplicio. Perdidos y abotargados, navegamos sin rumbo fijo hasta llegar a la plaza del Obradoiro.


Allí sí nos paramos. Nos miramos y sonreímos plenos de felicidad. Habíamos llegado. Con la sonrisa permanente, comtemplamos aquel maravilloso lugar. Quise arrodillarme y besar el suelo, pero desistí. Demasiados policías como para hacer cosas raras y, ¿por qué no decirlo?, si me agachaba no me levantaba ni una de las grúas Valladolid.

Caminando ya sin prisa, Juan sentenció:


Compostela, abrazo al Santo, misa del peregrino y a casa.


Amén.

jueves, 21 de octubre de 2010

Dos torres en el horizonte




Salir de Piñeiro con la panza llena y encontrar otra cuesta. Otra cuesta, y van...




¡Qué desesperación!




Al menos la compungida niebla había desaparecido, dejando paso a ese cielo tan azul que haría parecer el mundo al revés en Fisterra. Las cuestas, a pesar del glorioso techo, no nos daban descanso. En la enésima de éstas, adelantamos a un padre y su hija, peregrinos enfadados y displicentes. Era la segunda vez que les veíamos. Ellos se sorprendieron al vernos por detrás, como si de un incómodo deja vù nos tratásemos. No comprendían en nuestra sonrisa los efluvios del ribeiro.


Y el chorizo en la panza. ¿O era el queso? ¿O las dos cosas?


Dejando atrás los problemas, apretamos el paso de un modo inconsciente, olvidándonos de los increíbles pazos, evocadoras aldeas y espeluznantes perros salvajes atados a roñosas cadenas, devorábamos kilómetros, cuestas, pistas de negra gravilla, de tierra infame, bosquecillos, islas verdes rodeadas de asfalto, cruces deprimentes, la maldita 525...

Algo presagiaba nuestro instinto. Algo nos hacía caminar sin hablar, esperando que tras la siguiente loma, la próxima esquina, el penúltimo pazo, el camino nos deslumbrara. Saliendo de un hermoso callejón emparrado y cubierto de rojas, preciosas y gelatinosas uvas, comprendí porqué caminábamos. Porqué seguíamos bajo la lluvia, a través de la niebla, por encima de los dolores, sobre las ampollas, rompiendo con el sueño y el hambre, y la maldita sed. Caminábamos para alcanzar ese lugar, esa esquina, esa loma, esa cuesta. Perseguíamos justo ese instante en que las dos torres, asomando entre los jirones de nubes, nos anunciaban el final del camino. Allí entendimos la felicidad del peregrino. Sentimos el regocijo inmemorial, intemporal, eterno del que encuentra su destino. Nos miramos y sonreímos libremente. Sin miedo. Sin cansancio. Plenos de felicidad.

Eramos peregrinos en Tierra Santa.

¿Hay mayor felicidad en la vida?

miércoles, 20 de octubre de 2010

Robando uvas entre Outeiro y Piñeiro











Partimos de Puente Ulla como mineros en la alborada. Negro amanecer y caminos cerrados nos obligaron a estrenar nuestras luminarias. Con el frontal de Bellette a modo de cíclope iniciamos la subida a la primera de las mil cuestas que ascendimos aquella mañana. Al menos íbamos acompañados por dos chicas que, como nosotros, venían de Orense. Bien es cierto que llevaban alforjas livianas y deportivas.

Nosotros seguíamos como caracoles en zapatones.

Después de lo que me pareció un puerto del Tour de Francia, envueltos en una niebla llorona -más bien desconsoloda- tomamos las primeras calles de Outeiro, junto a la hermosa capilla de Santiaguiño y su fuente no apta para el consumo. Como no habíamos desayunado, preguntamos al operario de aquagest que manipulaba los caños. Nos indicó que en la parte baja del pueblo había dos restaurantes. Con las papilas gustativas listas para deglutir, nos lanzamos calle abajo. Abajo. Y bien abajo. Hasta llegar al primero de los restaurantes.

Cerrado.

Retomamos el camino hasta el segundo y... Cerrado.

Entre la rabia, el cabreo y el desconcierto, nos preguntábamos:

¿Habrá que preguntar por restaurantes abiertos?

Maldito operario. Cuando pasó me quedé con ganas de romperle el bastón en el pescuezo. Media hora perdida y un sube y baja de regalo.

Así que, sin desayuno, mojados y hambrientos, nos hallábamos de nuevo en el camino, junto al precioso albergue de Outeiro, ya metidos en otro de esos maravillosos bosques gallegos que confunden suelo y tronco, cielo y deseo.

Como las barritas energéticas sólo habían engañado la gana que arrastrábamos, nos vimos en la obligación de robar para comer.

¡Gracias, hermanos gallegos, por los emparrados!

Un enorme racimo de más de medio kilogramo me acompañó durante más de cuarenta minutos. Lo mismo que a Juan. Sólo se podía escuchar el ruido de nuestros pasos y el lanzamiento de pipos cadencioso, al ritmo del batir de las mandíbulas.

Calles, pistas, bosques, cuestas... A la altura de un hermoso cruceiro nos encontramos a uno de los grupos de peregrinos que habíamos conocido en Cea. No sabían si desayunar o caminar. ¡Bendita duda! Seguimos por cercados y paredones, emparrados enormes y elevados, donde ni siquiera podía alcanzar con el bastón -listos, los paisanos, ¿eh?-, aumentando nuestra ansia.

Menos mal que encontramos pronto una tasca en Piñeiro donde degustar ribeiro y queso. ¿O era ribeiro y chorizo? ¿O fueron las dos cosas?

lunes, 18 de octubre de 2010

Asomados al barranco del Ulla











Llegar a Puente Ulla y buscar el O Churrasco de Juanito como almas que el diablo lleva. Sobre el puente viejo, en la angostura de éste, se halla el restaurante y casa de huéspedes. Dos Amandi más y a pensar en la comida.
Aquí sólo se come churrasco o chuletón dijo la paisana.

Pues qué bien.

Un par de chuletones, señora, dijo Juan.

Una botella de Amandi, dije yo.

Mano a mano, como en aquella pélícula de Gary Cooper, dimos cuenta de nuestros enemigos de aspecto enorme y acongojante. Ayudados por el vino y el cansancio de la extenuante bajada -descendimos más de doscientos metros verticales en poco más de seiscientos metros- salimos victoriosos de la batalla del O Churrasco de Juanito.

Una tarta de queso y una buena siesta en la estupenda habitación, la primera desde que emprendimos el camino, nos permitieron dar un paseo por el pueblo. Nos acercamos al viejo viaducto, de pavoroso precipicio, flanqueado por un gigantesco puente en construcción blanco y azul, de esos que le gustan al tren de alta velocidad. Sentados allí vimos pasar el talgo de Madrid, pitando y furioso como los viejos trenes a la salida de un tunel. También contemplamos cómo el primer amor apretaba a los adolescentes contra la valla de aquel averno verde.

De vuelta al pueblo nos fuimos a buscar la cena en un hostal llamado O Cruceiro. Allí no había cruz alguna. Al menos, yo no la recuerdo. Sí que había ribeiro y albariño. Y pulpo con almejas. Y mucho sueño.

Camino de la mullida cama del O Churrasco de Juanito iba yo cabilando con los ojos medio cerrados.

Mañana comemos en Santiago...

Camino de Puente Ulla, por la ruta de la uva Mencía
















Dejar el Hotel Ramos, descansados y optimistas, con un cielo tan azul que hacía daño mirarlo, nos hizo olvidarnos de la piedra de a diez en que se habían convertido nuestras malditas mochilas.

¡Qué tortura, por Dios!

Salimos pletóricos, con espíritu homérico, hacia nuestro objetivo: Puente Ulla. El camino se convirtió rápidamente en una sucesión de aldeas y pedanías, de rocosas y grises ermitas y colegiatas silenciadas por la paz de la mañana, por la paz del olvido. Junto a sus oscuros muros despachamos alguna que otra manzana descarriada -Qué mejor lugar para redimirse que mi estómago- y un glorioso racimo de uvas tintas, dulces, un punto acarameladas y con un regusto astringente.

¡Qué tentación para dos pecadores en peregrinación!


A media mañana entramos en un tupido bosque de eucaliptos cruzado por pistas de blanca y suave arenilla, de cómodo tranco y delicioso paseo. Con la tripa llena y la boca rebosante de sensaciones maravillosas, pasamos un par de horas pensando en lo mucho que íbamos a comer y beber en el pueblo de Oca, objetivo deseado desde el desayuno frugal. Desgraciadamente, como nos pasara con Santo Domingo, o bien no interpretamos el mapa correctamente o bien el camino se desvía en ese punto por razones desconocidas.

O bien las uvas, tan a la sazón estaban que habían fermentado, regándonos los entresijos antes de tiempo y nublándonos nuestras cansadas vistas.

No, si tendrá razón mi amigo Juan. La mejor uva, prensada, fermentada y en botella.

Cuando nos quisimos dar cuenta, habíamos llegado a un pueblecito llamado O Seixo. Sentados en su taberna, nos preguntábamos el porqué de nuestra pérdida, hasta que vimos una botella de Rectoral de Amandi.

Mal asunto.

Nazareno tenue tiene la capa esta tentación, de profundo sabor, gran cuerpo y profundidad retronasal. Tantos matices tiene que bien valían las diez leguas caminadas por tomar una copita de tan enorme caldo. Si, además, los administraba Chelo, la tabernera, con lascas de lacón y queso de tetilla de su tienda de ultramarinos -pues la mitad de la taberna lo era-, menudo premio nos llevamos.

Cuarenta minutos y una botella de Amandi nos demoramos en O Seixo. Desde allí, barranco abajo, hasta Puente Ulla fue un dulce caminar, embriagados por las excelencia de los caldos gallegos y de sus viandas, pensando en nuestra siguiente estación de poético nombre:

O Churrasco de Juanito.

Sin comentarios.

domingo, 17 de octubre de 2010

De Taboada a Silleda, por la ruta del bosque medieval
















Descansadas y un tanto dormidas las piernas, cogimos nuestras pertenencias y abandonamos a nuestros amigos zamoranos en A Laxe. Salimos a la derecha del albergue, dirección a Silleda. Unos diez kilómetros, nos dijo Victoria. Seis con cuatro marcaba el cartel al cruzar la nacional 525.

¿A quién creer?

Sin duda, a Victoria.
Tomamos el camino del bosque, directos al río. A la media hora estábamos rodeados por la foresta, asedados por la cadencia del río y la fresca brisa vespertina. El aroma de los eucaliptos y de los pinos resecándose bajo el empuje del aún cálido sol de octubre nos llenó las fosas nasales, alegrándonos el camino y sacando el pesar y el cansancio de nuestra mente.

Un alto en el camino, en la iglesia de Santa María de Taboada. Un trago de agua, una palmada al pequeño Santiago y de nuevo a la senda de Silleda.

Dos viaductos enfrentados jalonaron nuestro camino hasta llegar al hermoso y bucólico puente romano de Taboada. Hermoso en su sencillez. Bucólico en su presencia. Los cruzamos encantados, sintiéndonos transportados a otra época. Lejos de las responsabilidades. De horarios y problemas.

Libres.

Lástima que la estela del puente sea ilegible, ajada por los vetustos líquenes y el anciano musgo gallego. Del puente a Silleda, un paseo. Un suspiro. Cuesta arriba. Cuesta abajo. Al atardecer, tomamos las calles de Silleda, directos al hotel Ramos. Céntrico. Sencillo. Moderno. De allí, al restaurante Ricardo. Directos a sus navajas a la plancha, a su queso al horno. Y a su increíble tarta de queso. La mejor que nunca probamos. Todo regado con el glorioso albariño. ¡Qué caldo, por Dios!

Doce horas de descanso y listos para cubrir la segunda mitad del camino. La que nos llevaría directos a Santiago.

No sabría cómo explicarlo, pero, desde ese día, sentí que todo el camino era ya cuesta abajo.

Claro que sólo fue una sensación. Maldito albariño...

sábado, 16 de octubre de 2010

Descansando en A Laxe











Una mañana infernal, de cabeza gacha y ceño fruncido, de dolores generalizados y esperanzas rotas, nos llevó hasta el maravilloso albergue de A Laxe, en las afueras de Lalín. Pueblo enorme éste, de bajada interminable y disperso como una mañana después de navidad. Cuando vi la señal del albergue di gracias a todo lo imaginable. Ya me sentía perdido, como al iniciarse la mañana, buscando como estultes durante tres kilómetros el pueblo de Santo Domingo, sin darnos cuenta de que tal cosa no existía, que Santo Domingo era el nombre de unas lomas más allá de Dozón.

Afortunadamente todo pasa, hasta lo malo. El albergue lo encontramos vacío. Victoria, la responsable de éste, nos recomendó varios lugares para comer. Decidimos ir a Onde Antonio, junto a la gasolinera, y dar cuenta de unas lentejas y unos trocitos deliciosos de ternera con patatas.

Con las piernas hechas cisco, volvimos al albergue y nos encontramos de nuevo con Eusebio y Víctor L. Gómez. Descansamos y charlamos con ellos y con unos peregrinos americanos del estado norteño de Washington.

Me dio pena dejar aquel remanso de tranquilidad y reposo. El camino nos esperaba. Más agujetas y dolores. Más piedra que recorrer, puentes que cruzar. Ríos que oler. Manzanas que comer. Allí, al final de un sendero verde y fresco en una tarde calurosa, nos esperaba Silleda.
Cada día más cerca. Cada día más cerca, cada día más próximos al final.

¿Por qué seguimos?




Salimos del Ateneo en O Reino encantados por el trato recibido, por las viandas y por el descanso. Desgraciadamente, iniciamos la marcha bajo el agua fría y constante del temporal gallego. Más de dos horas caminamos bajo las agobiantes y abrasadoras capas de lluvia. Ascendimos el empinado alto de San Martiño y descendimos suavemente hasta Crastro de Dozón. Allí, empapado, ahogado por la capa, roto por el esfuerzo, uno se preguntaba porqué seguíamos caminando.




¿Qué empuja al peregrino a seguir? Nos llueve, nos helamos o nos asfixiamos. Los pies llenos de ampollas. Horas seguidas sin comer o beber. Sin ver a nadie. Sin hablar. ¿Qué tiene este reto? ¿Por qué seguimos?




La llegada a Castro de Dozón coincidió con la ruptura de las nubes y mi mente se alegró tanto de dejar atrás la lluvia, que olvidé durante unas horas mis cuitas.




Quizá, al finalizar el día pudiera ser que encontrara alguna respuesta. Al menos, querría encontrar un lugar seco y caliente donde comer y descansar. O sólo comer. O sólo descansar.

viernes, 15 de octubre de 2010

Descansando en Cea, donde se inventó el pan











Ya mojados y cansados del camino, alcanzamos el albergue de San Cristovo de Cea. Un lugar hermoso y pequeño, flanqueado su acceso por un típico hórreo. Liberados del insufrible peso de nuestras mochilas, aconsejados por un paisano, marchamos a la tasca del pueblo, bar El Ferrol. Ninguno olvidaremos el chorizo y el queso del que dimos cuenta, ni de nuestros dos primeros chatos de maravilloso, afrutado y juvenil ribeiro.

Bien satisfechos y un punto alegres, marchamos a comer a la panadería Pintarolo. Potaje, chuletón de cerdo, mebrillo negrísimo con queso y una botella de atercipelado ribeiro alegraron nuestro encuentro con los chicos de Málaga y con Eusebio y Víctor L. Gómez, padre e hijo, que venían caminando desde la puerta de su casa, allá en Zamora. También apareció la pandilla de alicantinos que habíamos conocido en el albergue de Orense. No estoy muy seguro, pero la mayoría tomamos aquel potaje, más bien collage, compuesto de zanahorias, patatas, jamón, chorizo, macarrones y mucho más.

Ya entrada la tarde, con el aguacero encima, partimos camino de O Reino, buscando el hostal Ateneo. Olvidándonos de alcanzar el maravilloso monasterio de Oseira, a duras penas llegamos al hostal, rotos por la lluvia y el viento, sin cobijo y siempre cuesta arriba. A las cinco y media, bien empapados, entrábamos en el Ateneo. Víctor y Eusebio nos esperaban allí. Y el ribeiro. Y los chipirones a la plancha. Y un buen trozo de pez espada. Y la cama caliente. Por Dios, la cama caliente. Y seca.

jueves, 14 de octubre de 2010

De Cima da Costa hasta San Cristovo de Cea: a través del bosque viejo de Tolkien




Abandonados dos litros de sudor en la Cima da Costa, rompimos a caminar, después de afanar unas maravillosas y dulces uvas, buscando el famoso pueblo de San Cristovo de Cea. Las nubes se asomaban un tanto amenazadoras, pero la conversación de Juan y el incomparable paisaje me hizo olvidarme del miedo terrible que un servidor tenía a los temporales gallegos.



Cuando me quise dar cuenta, me encontraba en medio de un cerrado bosque, a pocos kilómetros de Mandrás, viejo, decrépito y húmedo. Los robles se retuercen en aquella umbría y reptan sobre los muros de piedras, comidas éstas por un denso y nunca visto musgo. Era tan verde el entorno que piedra y tronco, rama y suelo, se fundían en un mar de verdor intenso. En un momento me vi acompañando a Frodo Bolsón, Merry, Pippin y Samsagaz Gamyi corriendo tras los pasos de Tom Bombadil. Incluso los trinos fugaces me recordaron las canciones de la cuaderna del oeste.


¡Lastima de quince años y una espada hecha en el oeste!

Salimos del ensoñamiento tolkieniano llegando al hermoso puente de Mandrás. Cruzamos la solitaria aldea, fruto de un paisaje de Turner, y marchamos a toda prisa, la lluvia apremiaba, hasta San Cristovo de Cea, persiguiendo el aroma en la distancia de sus maravillosos fornos de pan, el mejor de toda Galicia. De toda España. ¿A que sí, Juan?

miércoles, 13 de octubre de 2010

En la Costiña de Canedo





Después de varios kilómetros perdidos entre autovías, enlaces, ramales y trozos de la carretera a Vigo, N-120, encontramos nuestro primer mojón testigo del camino, hermoso y pétreo como todos los que hallaríamos hasta San Cristovo de Cea.




Perdimos el camino en Quintela de Arriba durante diez minutos y lo arreglamos comiéndonos seis higos maravillosos que pendían abiertos por la lluvia. Deshicimos el camino por la citada nacional 120 y llegamos a la verdadera Quintela, aquella que aparecía en nuestro plan de ruta, y nos encaminamos a los doscientos metros de cuesta que nos había recomendado el alberguero.


¿Doscientos metros de subida?


La maldita Costiña de Canedo tiene dos kilómetros, dos mil metros, veinte mil decímetros o doscientos mil centímetros. Quizás el alberguero nos hablaba en centímetros....




La media de ascención es del 13%. El primer tramo es al 16% y el último supera el 20%.





Subiendo como caracoles, achepados por las mochilas, clavando los bastones en el áspero asfalto, me iba yo acordando del alberguero y de su guasa. No sé el tiempo que tardamos en coronar aquella pesadilla. Sí recuerdo que en la cima da costa, junto a una fuente de agua fresca -o eso me pareció-, encontramos un mojón que marcaba 99 km. hasta Santiago de Compostela.

Muy edificante.

Juan me recordaba que la cuesta de Barrosfuerte era peor o aquella por la que me llevó para subir a la fuente del Chotete, camino de Dos Cabañas, en el pinar de Valsaín. Uno que es desmemoriado para lo desagradable, no encontraba parangón con aquello más allá del maldito infierno.

No me olvidaré nunca de la Costiña de Canedo. Ni del alberguero de Orense. El día que le pille...

Persiguiendo Compostela por el camino mozárabe



Con mi amigo Juan Bellette, partí del albergue de pregrinos de Orense, en plena noche, casi como fugitivos, buscando nuestra primera concha, nuestra primera flecha amarilla, nuestra primera cuesta, nuestra primera ampolla.

A pesar de las predicciones, marchamos con calor y estrellas rotas por algún jirón de nube, heraldo de alguna que otra tempestad.
Albergue hermoso, por cierto, este de Orense, antigua capilla de la orden tercera de San Francisco y próximo al cementerio de los monjes. Curiosa metáfora, partir del campo santo al campo de las estrellas...
Allí pernoctamos con otros veintiocho peregrinos, mojados, exhaustos y, sin embargo, optimistas e ilusionados, a pesar de las horribles cicatrices del camino que la mayoría curaban en el momento de nuestra partida. Hacia las siete de la mañana de la primera jornada marchamos directos al increíble puente romano de Orense para buscar la piedra esculpida por Nicanor Carballo. La maldita piedra -nos costo Dios y ayuda encontrarla- nos dio dos opciones de camino: la ruta del este o la oeste. "La del este es más larga y la cuesta continúa durante más kilómetros -aseguraba el alberguero de Orense-; pero la del oeste, después de doscientos metros de dura subida, te regala un camino de falso llano hasta San Cristovo de Cea".
Pregunté a Juan con la mirada. No hizo falta respuesta:
la cuesta gorda y el llaneo placentero.
Después de todo, ninguna cuesta podía asustar a uno de La Granja, donde las subidas revientan a las caballerías.

Craso error.