miércoles, 12 de septiembre de 2012

Por el infierno de barro

Salir de Zumaia, con la tripa llena por otro chuletón que despistado había caido en nuestro plato, y empezar a llover. Pero no llover por llover, no. Nada de cuatro gotitas que te refrescan, te alivian el esfuerzo de las malditas cuestas.
Que no, que no.
Para empezar, un tramo de escaleras con un desnivel vertical de más de cien metros hasta llegar a la iglesia del pueblo (Me pregunto quién irá a misa en Zumaia, vive Dios). Y las malditas nubes, que venían zumbando desde Getaria, con un atronador negro sucio que espantaba hasta las cabras.
Llegar a la iglesia y a llover. Sin parar. Bueno, en realidad, para ser puristas, un pedante aficionado a la música clásica diría "in crescendo". Uno de mi pueblo, chuzos de punta. Y durante dos horas. O más. "Seguro que amaina en el bosque" le dije al Sr. Bellette.
Sonrisa de medio lado.
En el bosque, todavía más. Ya, ni las capas aguantaban el agua. Fue en ese momento que me sentí peregrino de verdad: cobijados en un establucho de mala muerte, entre las cagadas de las vacas, las ruedas viejas de los tractores, algún que otro ratón campeón de natación, las propias vacas y su acre pestilencia aún más presente potenciada por la humedad.
Y al fondo el monte vasco. con su belleza agreste. Sus apretujados pinos, presionados por las continuas cárcavas, vallejos, quebradas y desfiladeros.
¡Qué nadie diga que no apreciamos la belleza allí donde esté!
Como no dejaba de jarrear, continuamos el camino. Otra vez empapados hasta los huesos. Como en tantas ocasiones. Como siempre. Como toda la vida. Enfilamos un camino... El país del barro. Dos kilómetros con agua y barro hasta casi las rodillas. Y con lodo cariñoso. Que se agarraba a todo. Ni siquiera podiamos sacar los bastones. La mitad de uno del Sr. Bellette quedó allí atrapado.
Y mi pierna gritando. Desde la rodilla hasta el cuello. Con martillazos continuos. Cada paso, una puñalada. Cada cuesta, un suplicio.
En estas enfilamos la última cuesta. Destino, el santuario de Itziar. Un hermoso pueblecito en la loma, frente a la costa salvaje. Y, milagro, allí había un pequeño hotel. Y llegamos hasta su puerta. Y había habitación. Y nos pudimos secar. Y duchar. Y cambiar de ropa. Y cenar unos maravillosos chipirones en su tinta un servidor; a la plancha para el Sr. Bellette. Y se nos ocurrió decirle al recepcionista que no funcionaban los radiadores. Y pasamos la noche en un horno de asar.
"Hasta aquí hemos llegado, Sr. Bellette", claudiqué. Mi pierna me obligó.
"Volveremos en agosto, Señorito Juárez".
A la mañana siguiente, salimos con destino a Deba. Andando, porque para entender los horarios expuestos en la parada de autobús había que ser vasco parlante o saber lineal A cretense. O algo parecido.
Tres kilómetros cuesta abajo por una rampa donde patinaban los coches. El Sr. Bellette comprobó con el trasero la dureza del verdil y un servidor descendió recordando la destreza de primero de párvulos. Después de la bajada del infierno y dos ascensores, alcanzamos el nivel del mar. Y la estación de tren. Bueno, quise decir Euskotren. A bilbao.
"I'll be back", dije con cara de Terminator.
"Volveré", dijo el Sr. Bellette, que es más castizo.

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