jueves, 15 de agosto de 2013

De Guernica a Lezama, pasando de Morga

La verdad es que uno se sentía ciertamente ilusionado con la jornadas. Saliendo de Zenarruza y tras compartir desayuno con un tipo curioso, de esos que tienen carnet de caminante y diploma de cretino universal, partimos a la carrera por los bosquecillos que descendían hacia el valle de Guernica. Tardamos unas cuantas horas, no más de tres, en tener a la vista la hermosa y enorme villa vizcaína. En el transcurso, adelantamos a míster cretino 2012, sacándole más de una hora en el cómputo final de la etapa hasta Guernica.

Después de descansar media hora larga en el albergue, haciendo compañía a la señora de la limpieza que, o bien era muda o bien no hablaba nuestro idioma, decidimos salir a recorrer la ciudad. Dado que el albergue está a la otra punta del casco histórico de Guernica, os perdimos un poquito, como solemos hacer. Lo cierto es que nos encanta esta situación: nos permite explorar bares en busca de consejo y, tras haber visto los famosos pimientos llenando las huertas por el camino, no nos preocupó demasiado la demora. Visitamos la Casa Foral y lo que queda del viejo árbol. No sé si está así por los años que tiene o por los daños del bombardeo nazi-franquista del 37. En cualquier caso, hay muebles en mi casa con más savia en las venas. Del árbol fuimos al almuerzo gracias a la indicación de un guardia. Y allí sí que había savia por las venas de todo el mundo: desde las anchoas de kilómetro hasta el marmitako, pasando por el txakolí de Guetaria, todo nos empujó  a caminar.
 Y ese fue nuestro error: demasiado marmitako, demasiadas anchoas y, evidentemente, demasiado txakolí. Por las enormes y descarnadas cuestas de los montes de Guernica  deambulamos durante cuatro horas. Aunque nuestro objetivo era Morga, nos la pasamos (maldito txakolí de Guetaria) y acabamos en Lezama, a 45 km de nuestro inicio, habiendo hecho paradas en Goikolexea y Larrabetzu, donde el fútbol parece más religión que cualquier tradición euskalduna.

Dado que el albergue estaba lleno, acabamos en una hermosa casa rural llamada Matsa, junto a los campos de entrenamiento del Athletic Club. Como los restaurantes de la ciudad deportiva estaban cerrados, acabamos en la herriko taberna de Lezama. habíamos probado otro restaurante, pero el ignominioso txakolí que nos sirvieron con la cara de Julen Guerrero nos decantó por la otra posibilidad. La experiencia allí se resume fácilmente: buen sitio para comer; mal sitio para pensar. Entre las fotos de los presos etarras, las servilletas reivindicativas y la hucha para colaborar con esa causa que nadie nos quiso explicar, ni siquiera tras una botella de txakolí, pasamos una tarde despreocupada, tratando de recuperar nuestros músculos.
Tras más de cincuenta km. caímos rendidos en las camas esperando que lo poco que nos quedaba fuera liviano.
ilusiones de un cándido, que diría mi padre.


No hay comentarios: